«Hablo desde el dolor y desde esta casa vacía, porque es insoportable no ver a mis hijas»
Una madre denuncia un caso de violencia vicaria apoyada por las instituciones, en el que dos hermanas son enviadas a un centro de acogida y separadas entre sí desde hace varios años
«Aunque quieren que me calle, yo quiero hablar del sufrimiento que llevo dentro y del dolor de mis hijas», dice una madre que vive ... desde hace años en una casa con dos dormitorios inhabitados, decorados con las cosas de sus hijas, como una fotografía de años atrás. «Las habitaciones y la casa está exactamente igual que en ese instante. Con sus juguetes, con su ropa. Porque las espero. Ellas tenían todo, vivíamos bien. Vivir así es como un olvido, un perderse, un dolor que no tiene nombre».
Las niñas dejaron de vivir con su madre una mañana de verano, cuando ella recibió una llamada de los servicios sociales municipales. «Me dijeron que al día siguiente a las 12:30 tenía que llevar mis dos hijas y dejarlas. Que si no iba, me irían a buscar. Les tuve que hacer una maleta con cuatro cosas. Por la mañana me llamaron dos veces más, para meterme prisa. Las tuve que dejar en una oficina, no me dejaron ni despedirme. Así fue el arrancamiento. De un momento para otro. El día anterior estuvimos en la playa, jugando con la colchoneta. Ellas no entendían nada».
La mayor era casi una adolescente; la menor, una niña pequeña. A ellas las separaron también. A la mayor la enviaron a un centro de acogida. A la menor, a otro. Sin contacto para romper el vínculo fraterno de dos personas vulnerables que nunca se habían separado, la madre quedó también al margen. «Nunca en mi vida voy a olvidar ese día», dice la madre, profesional con empleo fijo y estudios superiores, de posición económica acomodada y residencia en el centro de la ciudad. «Me trataron fatal y me dieron la orden impresa. Todo esto se inicia por una denuncia bastante grave contra el padre que no se investigó».
Su crimen: la percepción de un funcionario de que ella intentaba poner a sus hijas contra el padre.
Su crimen: la percepción de un funcionario de que ella intentaba poner a sus hijas contra el padre en un proceso de separación, lo que se conoce como 'síndrome de alienación parental'. La condena: separarlas de sus hijas hasta que ellas tengan la mayoría de edad, viéndolas sólo con supervisión una hora a la semana y algo más dos domingos al mes. Las tres juntas, cuatro horas mensuales. En todos estos años, el régimen no ha cambiado, dice la madre. «Cuando son en mi casa siempre hay alguien que se sienta en el sofá con el móvil, pero puede opinar incluso de la música que les pongo». El padre también tendría esas horas de visita.
Toda la vida
Después de la decisión estatal (cuyas referencias se omiten aquí por temor de la denunciante a represalias, pero comprobadas por este periódico con documentos judiciales), empieza otro proceso legal para recuperar a las hijas o, al menos, poder visitarlas. «He tenido que ir peleando por verlas», recuerda. «Pero al comienzo ellas estaban tan mal que me llamaron urgente para hacer visitas. Desde entonces, mi hija mayor pide volver a casa conmigo y su hermana. A la menor, en cambio, la han ido convenciendo para ir con el padre. Si pide algo con él, le dicen que sí. Conmigo, siempre es un no».
La madre denuncia que sufre violencia vicaria -el hombre usa a los hijos para agredir a la mujer, tema de la campaña del Ministerio de Igualdad. «Al padre no le ha importado hacernos daño a mí y a sus hijas, y ahora pone en mi contra a la menor. Es la institución la que ejerce la violencia en nombre del padre. Sus informes parecen redactados por él», denuncia la madre un tipo de violencia institucional añadido a la vicaria. «Yo espero toda la semana a que pasen los días y vuelva a verlas». La menor tiene dos tercios de su vida en esos orfanatos estatales pero de titularidad privada, mientras que la mayor cumple justo la mitad de su vida ahí metida este año.
La génesis de la violencia
La historia empieza hace varios años (en este reportaje se eliminan las referencias espaciales y temporales). Ella convivía en habitaciones separadas con su ahora expareja, con la que estaba en proceso de separación, con dos hijas en común, de ocho y dos años. «La mayor me relató unos actos de presuntos abusos, cometidos por su padre, que ratificó luego la menor, y yo lo denuncié en los servicios sociales. Pedí que se abriera una investigación. Nos hicieron entrevistas a él y a mí, pero a las niñas no, no las vieron».
Un par de años después, con la denuncia aún sin resolver, «tuvimos una discusión por este tema. La situación explotó y él me agredió e intentó coaccionar a nuestra hija mayor, que en todo momento dijo que esos actos habían ocurrido. En un juicio rápido le condenaron y yo reiteré la denuncia por abusos a las niñas, pero el juzgado tampoco investigó. No se hizo valoración de testimonio, aunque yo sí hice dos periciales en un centro especializado en maltrato infantil y con una forense, ambos privados, que sí le creyeron a la niña, a pesar de la inacción del Estado».
El proceso para determinar la validez y veracidad de la denuncia de la madre fue lento. Transcurrieron los años. «Fui pasando por psicosociales, me siguieron dando la custodia, no hubo ningún problema. Entonces la juez ordenó que se hiciera una intervención familiar, en la que mis hijas volvieron a contar lo ocurrido. La terapeuta, ajena a los abusos sexuales infantiles, me acusó a mí de instrumentalizar a mis hijas contra el padre«.
«Mis hijas no están bien en el centro de acogida. La mayor se autolesiona«.
«Con esa excusa se abrió una valoración de desamparo», prosigue la madre. «Se declaró ese desamparo y me arrancaron a mis hijas. Desde el primer momento me opuse a la medida. El padre, no se opuso. Mi caso llegó a la Audiencia Provincial, que no respetó el deseo de mis hijas de volver a casa, y el Supremo no admitió mi recurso. He perdido». La otra causa no prosiguió. «Se archivó el caso de los abusos».
Rendición
La reclusión de las niñas se abre poco a poco, observa la madre. «Hace un año permitieron que la menor comenzara a pernoctar en casa del padre, que tiene condena firme por violencia de género. Han conseguido que la menor se rinda pero la mayor se negó a ir con él», asegura la madre. «Mis hijas no están bien en el centro de acogida. La mayor se autolesiona. Claro, lo único que ha hecho es sufrir, y el vínculo entre hermanas está roto, no tienen recuerdos juntas».
La madre también se rinde. Ya no espera justicia ni que se compruebe su verdad, sino el retorno de sus hijas. «Después de tanto tiempo sé que no se va a juzgar y he pasado página. Lo que quiero es que todo esto se solucione, que lleguemos a un acuerdo. He hablado con los servicios sociales miles de veces para que mis hijas salgan de una institución, porque tienen casa y familia».
¿El mejor escenario de futuro? «Que podamos volver a estar juntas, tranquilas, para intentar recuperar la felicidad que teníamos porque eso también va a ser difícil con todo lo que ha pasado. Hablo desde el dolor y desde esta casa vacía, porque es insoportable no ver a mis hijas. Y saber que están en un centro de acogida, que tienen que dormir y comer con desconocidos, que no tienen una vida normal y lo han perdido todo».
Mientras tanto, las hijas son las grandes perjudicadas de los errores de los padres, las que reciben el mayor castigo de las autoridades, obligadas a vivir separadas en centros de acogida los primeros años de sus vidas. «El sufrimiento de mis hijas ha empeorado y yo tengo miedo, pero aguanto y acato todo lo que me dicen. No quiero más conflicto, ya hemos sufrido demasiado. Pero no tengo ninguna esperanza».
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