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El educador guiense Calixto Herrera nunca imaginó que una labor tan discreta como la suya fuera reconocida con la Orden del Mérito Civil por el Rey de España.
«Lo he vivido con alegría. En ese momento excepcional lo primero que te viene a la cabeza es tanta gente que se ha quedado en el camino», comenta el psicopedagogo sobre los niños y niñas a los que, a lo largo de 40 años de trabajo en las aulas canarias, ha ayudado a sobrellevar el dolor.
El grancanario aún está digiriendo el «tsunami de emociones» que vivió el miércoles en el Palacio Real, donde fue condecorado coincidiendo con el décimo aniversario de la proclamación del rey.
«Nunca pensé que trabajar en situaciones de duelo por la muerte o pérdida de profesores, familiares o compañeros, con todos los rostros del dolor, pudiera tener un reconocimiento semejante, porque se trabaja en el ámbito de la discreción, entre bambalinas. Es un tema que no vende. Que se hayan fijado en este trabajo es un honor y me da una emoción enorme», afirma Herrera sobre un reconocimiento que brinda al profesorado de la escuela pública canaria. «Realiza un papel magnífico de una forma invisible. Es la mano adulta que le da la palabra al alumnado y le hace sentirse querido», dice Herrera sobre el valor de la calidez y la escucha ofrecida por la docencia como antídoto para los problemas de salud mental.
Licenciado en Psicopedagogía y especialista universitario en Formación de Personas Adultas, se define como un educador.
«Esa palabra me conecta con las personas. Este concepto, dentro de la educación, tiene planteamientos humanizadores», afirma el profesional que desde 2013, a través del proyecto 'Orugas y mariposas de colores en los pupitres de nuestra escuela', asesora y acompaña a la comunidad educativa de Canarias en situaciones de duelo y muerte, un asunto que sigue siendo un tabú social.
«Según el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, vivimos en una sociedad paliativa en la que hemos ido perdiendo el contacto con el dolor y el sufrimiento. Antes la muerte era un acontecimiento social. Hemos perdido este contacto. Hay que trabajar y educar para la vida, teniendo en cuenta la muerte», sostiene Herrera.
En su opinión, la escuela se entiende como un espacio de alegría, «pero también está la muerte, el dolor y la enfermedad y los educadores tenemos que estar con la mano firme, mirando a los ojos y promoviendo la esperanza», afirma el experto que cree que en este acompañamiento el alumnado debe contar con herramientas de educación emocional y con una mirada crítica para saber interpretar un mundo «cada vez más individualista».
«La soledad –dice Herrera– no es solo un problema biográfico. Se crean estructuras sociales que nos van aislando». Las pantallas y las redes sociales, asegura, contribuyen a que los jóvenes se creen «identidades efímeras que crecen con muchas debilidades».
Con la digitalización de las relaciones se han perdido los «los lugares antropológicos donde crecíamos alma con alma» y los espacios se han convertido en 'no lugares' por donde «transitan personas y objetos, pero no hay intercambio, no se genera un tejido. Se está perdiendo la cercanía, los espacios de encuentro, los diálogos familiares... Los teléfonos y las pantallas están ganando la batalla», explica el psicopedagogo sobre un proceso que se aceleró con la pandemia y que está directamente vinculado a la salud mental.
También las redes sociales han propiciado el acoso escolar sistemático y repetitivo. «El 'bulling' es un factor de riesgo dentro de la conducta suicida. La mirada adulta debe estar atenta», afirma el psicopedagogo que reivindica la calle como espacio de relación. «Los niños y niñas se aíslan con los móviles. Necesitan juego, movimiento, tierra, aire libre, subir, caerse, levantarse, el contacto y el tú a tú. Las pantallas nos desconectan y crean vínculos asincrónicos», dice.
Frente a este panorama, los centros escolares se erigen como un espacio de resistencia. «La escuela actual está actuando como un recurso comunitario de primer orden frente a la adversidad. En cualquier catástrofe, en los campos de refugiados, una vez que se garantiza parte de las necesidades básicas, lo primero que se crea es la escuela. Transmite la idea de que, aunque todo se hunda, algo se mantiene», explica.
Esto se vio en la crisis volcánica de La Palma. «Estaba en vigor el protocolo covid, el protocolo de las cenizas, el suelo temblaba, el volcán sacaba lava por varias bocas, pero los maestros crearon espacios para que los niños y niñas jugaran y tuvieran esperanza, al tiempo que dejaban espacio para que mamás y papás pudieran llorar», relata.
Y es que el experto asegura que, en las circunstancias más duras, la escuela es un puntal al que agarrarse. «Es capaz de generar vínculos, sentido de pertenencia y esperanza. Los chicos y chicas lo sienten: 'aquí me nombran, me esperan y me quieren'. Si se transmite esto, la escuela puede ser un buen camino para transitar por la adversidad», apostilla el educador que cree que «sentirnos parte de un nosotros» y generar vínculos afectivos sólidos es básico para prevenir el suicidio.
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Efe
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