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La semana rusa, el nacionalismo y Poincaré

La semana rusa, el nacionalismo y Poincaré

Emilio González Déniz

Jueves, 1 de enero 1970

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La semana anterior -y esta propende a lo mismo- ha sido rusa de catálogo, porque se puede comparar con una montaña vertiginosa de parque de atracciones y con el tambor azaroso de un revólver de apuestas macabras. De la compra de un chalé se pasa a una consulta política a las bases, de una decisión de no publicar el decreto de la constitución de un gobierno autónomo a llenar las playas de cruces amarillas, de unos presupuestos imposibles a una aprobación peculiar que le daba supuesta vida a un gobierno hasta el final de la legislatura, de un futuro despejado el jueves a un tsunami el viernes, en el que el elogiado Pedro Sánchez por el presidente del Gobierno se convierte en el mismísimo Belcebú. Y todo porque se publica una sentencia y detienen a un exministro de Aznar, aunque ambas noticias lo son solo de nombre, porque a nadie con dos dedos de frente han causado extrañeza. Y al fondo, el PNV, que ahora parece el heredero del “seny” catalán de otros tiempos, pero que no pierde ocasión para erigirse en beneficiario de cualquier situación incómoda para los gobiernos de La Moncloa.

Todo normal, estamos en esta vorágine desde hace años, y ya nada sorprende, ni que el entrenador del Liverpool parece que pusiera a jugar de guardameta a un paisano que pasaba por allí porque nadie quería ponerse a puerta, y que le han metido un gol tan alcornoqueño que puedo decir que en mis muchas décadas como docente nunca vi uno más estúpido en los partidillos del patio de recreo. Pero bueno, esa tremenda anormalidad, incluso en la climatología, ya se ha convertido en lo cotidiano, y si mañana nos dicen que el ejército de Guatemala ha invadido Finlandia, pues nos lo creemos y a otro disparate. La montaña rusa y la ruleta rusa son nuestra normalidad, y ya solo falta que se proponga como himno nacional “Los pajaritos” de María Jesús y su acordeón. Y no faltará quien defienda la propuesta con ardiente fervor.

De todas formas, sí que hay algo que me ha chirriado, aunque no debiera. Me refiero a la veloz respuesta de Ana Oramas, diputada de CC en el Congreso, que casi no dejó terminar a Pedro Sánchez el anuncio de la moción de censura para oponerse enérgicamente a ella. Sorprende por la rapidez pero aun más por los argumentos; concuerda con la trayectoria de CC que no quiera alinearse con Podemos, pero que enarbole contra las fuerzas nacionalistas vascas y catalanas un discurso que podría firmar un partido que cree en el estado monolítico sí que sorprende más que el error del portero del Liverpool. Lejos quedan aquellos tiempos en los que se trataba de hacer causa común con la antigua CiU catalana. También es cierto que, si lo miramos bien, a CC se le ha puesto siempre el adjetivo “nacionalista” por deporte o por designio divino, porque sus acciones de gobierno durante más de un cuarto de siglo han conseguido anular todo lo que tratara de dar a cualquier iniciativa un carácter especial, distintivo y propio, que fuese más allá del arrastre de bueyes o romerías varias. No es que eche de menos ningún nacionalismo -Voltaire no lo permita-, ni de los chicos ni de los grandes, pero todo esto viene a confirmar que puedes fiarte menos de las etiquetas de los partidos políticos que de los componentes de los productos de supermercado. Al menor despiste, casi imposible de evitar con esa letra microscópica, te colocan aceite de palma o un emulgente que vaya usted a saber si es de izquierdas, socialdemócrata, conservador o transversal.

Para la izquierda tradicional, el nacionalismo es propio del derechismo clasista más rancio, para los conservadores es desestabilizador, excluyente y destructor de la convivencia, y para los nacionalista quienes destruyen, desestabilizan, excluyen y abrazan el fascismo son los otros. Cualesquiera que no sean ellos. Así que, el que no se consuela es porque no quiere. Y es que hubo un nacionalismo unificador, el de Cavour o Bismarck, otro caleidoscópico o supuestamente social en la Revolución Mexicana y luego está Garibaldi, que fue unificador en Italia, pero antes había sido secesionista en el territorio brasileño de Río Grande Do Sur. En algún momento, nacionalistas fueron De Gaulle, enarbolando la “grandeur” francesa, y hasta el aclamado adalid del internacionalismo proletario Joseph Stalin invocó, como en las arengas del imperio zarista, a “Rossiya-Matushka (La Madrecita Rusia)”, cuando empezó a picarle en los ojos el polvo que levantaban los tanques alemanes. Por lo tanto, cuando me hablan de nacionalismo me quedo igual, y trato de aclararme preguntando de qué nacionalismo estamos hablando. Así que, aunque realmente no me va la vida en ello y solo por curiosidad, me gustaría saber a qué tronco, hoja o rama nacionalista pertenecen Ana Oramas y CC, si es que esa pregunta tiene una contestación posible o es una conjetura como la propuesta por Poincaré en 1904, cuya demostración y conversión en teorema llevó casi un siglo a matemáticos y filósofos de la ciencia. Y, la verdad, no tengo tanto tiempo, que he quedado.

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