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Le debo la vida y muchas más cosas; por eso me duele en el alma no estar a la altura, importunarla o mortificarla. Mi tortura mental es que a mi ristra de carencias de fábrica le sumo ahora una incapacidad manifiesta, por falta de formación, ... para un desafío que no es fácilmente superable: ser cuidador. Por mucho que uno quiera, que es mucho, no siempre actúas con la empatía que se requiere. Me di cuenta estos días.
No puede caminar sola ni asearse ni vestirse ni acostarse ni prepararse su comida. La lista de 'níes' es larga. Y asfixiante, sobre todo para alguien que dedicó su vida a los demás, que se la pasó cuidando a sus hijos, a su marido, a sus padres, a sus suegros y hasta a sus nietos. Una dura enfermedad le ha robado casi todo, menos la vida, y la lucidez. Porque, eso sí, tiene plena conciencia de que su cuerpo es ahora su cárcel.
Lo más libre que tiene, a Dios gracias, es su mente. Es su válvula de escape, su reducto de libertad. Y también cierta movilidad en sus manos, un tesoro para quien, como ella, come con apetito. Sus manos todavía le permiten comer sin ayuda, pero no solo eso. Le dejan manipular a su antojo su bolso.
En nuestros viajes en coche lo abre y lo cierra compulsivamente. Y yo, con ignorancia, le peleaba. ¿Pero qué manía es esa, mamá? Te lo vas a cargar. Si es que ya estamos llegando. Claro. Ahora lo entiendo. No me daba cuenta. Su mundo, el que ella aún puede controlar, cabe en su bolso. Es su refugio de autonomía y dignidad, su particular poso de intimidad personal.
Para mí, en cambio, es una lección en toda la frente. Primero, la empatía no se tiene, se trabaja. Y segundo, la dignidad no se discute. Se defiende.
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