El curioso caso de Laurentina
Crónicas gastronómicas y viajeras de Mario Hernández Bueno, Premio Nacional de Gastronomía
Mario Hernández Bueno
Sábado, 17 de febrero 2024, 22:38
El tour navideño terminó prácticamente en Lisboa. Allí viven mis amigos André y su esposa Filomena. Con ellos aparecen siempre nuevos restoranes, son sibaritas y cicerones. Es una gozada deambular con él y que me descubra lugares únicos. Lejos del turismo.
Turismo que se ha apoderado de la ciudad. Cuando oigo decir que una ciudad que me chifla se está poniendo de moda, tiemblo. Aglomeraciones, precios cada día más altos (Madrid: diez millones de visitantes, está insufrible), mayor oferta de restoranes y, en consecuencia, decae el servicio, se pierden los auténticos barrios y se inunda de fast food y franquicias de colorines.
Y por otro lado, algunos clásicos lisboetas como el restorán O Policia, donde comí espléndidos lenguados de su costa, tal y como lo hacía nuestro emperador Carlos en su glotón retiro en Yuste, lo vi en absoluta decadencia. Vacío y sin aquel pescado de mis amores. Y otro, que tanto gocé y tanto recomendé, Solar do presunto, sus descendientes han sometido a un local clásico, de mediados del XX, a una profunda redecoración y ahora tenemos uno más de esos comedores impersonales. Lo han estirado hasta el infinito. Es el preferido de los rumbosos futbolistas locales y de los que vienen a competir. El servicio ya no es el que fue: desordenado por tanto nuevo camarero, de los que algunos tratan de vender a presión. Y con los precios más altos de Lisboa.
En esta ocasión pude conocer uno que, anteriormente, me fue imposible reservar: Laurentina. Un clásico. «O Rei do Bacalhau», se autoproclama. Ese día, el 26 de diciembre, el público era familias y grupos de amigos sin los ruidos de quienes viven sin modales. Laurentina es el epíteto de la cocina pública, pero tipo casera y con devota dedicación al bacalao. Ofrece doce especialidades.
Tras un habitáculo de recepción, con asientos para la espera, se accede a un local espacioso de sobria elegancia en el que se ven camareros en constante movimiento. La mayoría son más que cincuentones. De casa de toda la vida. La carta está suficientemente surtida. Camarones a la Laurentina (16), Pulpo a Lagareiro (24,50) y media de Bacalao alto assado (23,50) fue el fruto del asesoramiento de un impoluto camarero, a quien comencé a interrogar entre vianda y vianda. Y no se incomodaba. Al contrario, hasta trajo de cortesía unos buñuelos de bacalao.
Los langostinos, emparrillados, vinieron sobre una salsa muy ligera en la que se intuía la leche de coco. Quizá sería mejor acompañados con arroz. El pulpo vino asado y en compañía de papas y grelos. Y resultó de una insólita terneza. Y el bacalao fue un trozo bien grueso de lomo emparrillado y acompañado de papas sancochadas con piel, cebolla semi pochada, huevo duro y pimientos. Magnífico y con la esperada contundencia, pues ya lo había comido, días atrás, en el bello RC de Oporto. Y esa contundencia me dejó pensando si tiene un origen popular. Y, como siempre en Portugal, vino en un lago de aceite de oliva. Este detalle nunca lo he entendido ¿por qué tanto? La única razón puede que sea la falta de una salsa o mojo.
De postre, otra creación: Barba de camello (7) (lo estoy escribiendo y me entra la risa). Su creador debe de tener un especial sentido del humor. Se trata de una especie de mousse, de la que el camarero me pasó, casi cuchicheando, la receta: Dulce de leche, leche condensada, gelatina, yemas de huevo y todo felizmente coronado con almendras garrapiñadas. Un misil de triglicéridos directo al hígado. Pero rico.
Y le pregunté a Fernando Henriques, el camarero, que ya me había dicho su nombre, si Laurentina estaba en la cocina o si era la propietaria, que vi en la recepción. Y muy solemne me dijo: «Voy a contarle una historia». Y entonces me dije: este me va a salvar el artículo.
Don Antonio Pereira tenía en Mozambique un restorán, llamado El León de Oro, que gozaba de gran popularidad. En 1976, tras la guerra e independencia, pensó continuar con la actividad en Lisboa y abrió un local, que bautizó Laurentina, como la más famosa cerveza de aquella colonia. Y pensó también Don Antonio que el colectivo de repatriados, al descubrir que existía un restorán con el nombre de aquella cerveza tan querida, acudiría lleno de nostalgia.
Y además podía encontrarse con compatriotas que habían experimentado la aventura africana. Amén de que la carta recogía platos de fusión como Moqueca de bacalhau o Camarones tigre a la Moçambicana. Don Antonio, que falleció en 2014, como se ve, fue un espontáneo del marketing. Fernando lo adora. «Fui su primer camarero, mi mentor y era como un padre», me dijo. Hoy el negocio sigue bajo la tutela de su hija e hijo, Marcelo. Hombre amable con el que departí, pues Fernando, viendo mi interés por las cosas de la casa, le pidió que fuera a saludarme. Desde aquí, a ambos, mis más afectuosos saludos y gratitud. Amenazo con volver.
Y luego pedí a André que me llevara al mejor y nuevo restorán indio. En Lisboa, por obvias razones, sobre todo las coloniales, hay unos cuantos. Me encantan las cocinas indias. Y me llevó a uno de estreno: Casa Nepalí. El local es bonito, espectacular. Estaba hasta la bandera y los pocos camareros, que parecían agobiados, llevaban atuendos extraños. No voy a decir que la comida fuese un desastre, pero no es para amenazar con volver. Es de libro: el negocio es propiedad de un italiano (la expansión del turismo atrae a empresarios de allende los mares) que ha abierto varios restoranes étnicos y, por lo que vi, carecen de cuidados. Se requiere, en estos casos, traer del país de origen un par de excelentes cocineros.