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Buen canto romántico sobre  fondo victoriano

Buen canto romántico sobre fondo victoriano

El Teatro Real de Madrid ha programado la ‘Lucia di Lammermoor’ que David Alden ideó para la English Opera de Londres, para lo que desarrolla una producción alambicada, que transcurre entre la vigilia y el sueño, dentro de un halo fantasmagórico a mediados del siglo XIX.

Arturo Reverter / Madrid

Viernes, 17 de julio 2020, 02:56

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David Alden ideó hace unos años, para la English Opera de Londres, esta Lucia di Lammermoor que ahora programa el Teatro Real. Es una producción de lo más alambicado, llena de capas, con ínfulas psicoanalíticas, que transcurre entre la vigilia y el sueño envuelta en un halo fantasmagórico y que traslada la acción a mediados del siglo XIX. Una manera de acercarse a la obra tratando de decir cosas nuevas, bien que traicionando en buena medida los presupuestos sobre los que aquella descansa.

Recordemos que la partitura nació en 1835 al calor de la atmósfera enrarecida de Walter Scott. Para conseguir un resultado dramático directo y lograr la rápida inmersión del espectador en la tragedia, el libretista Salvatore Cammarano realizó un planteamiento de notable virulencia, de claro apremio; una imparable y sucinta relación de hechos a la que Donizetti supo revestir con suma destreza de una música sencilla pero provista de unos valores casi táctiles, de una plástica y de un poder evocativo innegables. La acción se trasladó de finales del siglo XVII (1689), en el momento de las luchas entre los partidarios de Guillermo III de Orange y de Jaime I, a principios del siglo XVIII, con objeto de centrar toda la atención en las relaciones humanas y sentimientos y se hizo la consabida reducción de personajes.

El regista neoyorkino se inventa una intriga altamente improbable que enriquece, sin duda, la anécdota, pero que desdibuja las simples psicologías. Imagina unos personajes nuevos y unas relaciones inesperadas. Pone en práctica no pocas ocurrencias que complican el entramado. Aquí se insinúa con claridad una relación incestuosa entre Lucia y su hermano –con un detalle muy golfo: Enrico le mete la mano bajo la falda a su hermana en el momento de un sobreagudo–, uno y otro aquejados del síndrome de Peter Pan, el ansia de volver a una lejana infancia (hay juguetes variados, muñecas, una cuna omnipresente en la que se acuestan tanto Lucia como Enrico).

Toda la representación se desarrolla en los interiores de una casona en ruinas, restos de una riqueza ya pasada, la de los Ashton, algo muy bien visto. En cada momento se nos muestran, a veces en las manos de los protagonistas o figurantes, amarillentas fotografías –que deberían ser daguerrotipos dada la época– y en ocasiones la acción se ralentiza, se congela, en efecto teatral muy vistoso y, también, caprichoso. Pero los movimientos están estudiados al máximo, al detalle más mínimo. Como toda la tramoya, que funciona con la precisión de un mecanismo de relojería bien engrasado. Lo que no obsta para que encontremos muchas de las acciones, de los gestos y de las soluciones escénicas gratuitos y rebuscados.

Varios de los cuadros están presididos por un pequeño escenario en el que tienen lugar algunas de las escenas más significativas, como la presentación de Edgardo –ataviado, ucrónicamente, como Rob Roy, espada en ristre–y toda el aria de la locura, rodeada de sangre y con la presencia del cadáver de Arturo. «Extensión abstracta de un mundo asfixiante», define Matabosch, director artístico del Teatro. Que puede considerarse también un asidero escénico de Alden para incidir en el infantilismo atroz de los Ashton. Pero que puede hacer referencia asimismo, como igualmente comenta Matabosch, a las representaciones teatrales con «locos reales» que fascinaban a los burgueses de la época. En cualquier caso, otra ocurrencia más, que enriquece y también complica la anécdota con algo superfluo.

En la secuencia final vemos el tinglado desde la parte de atrás. Los subrayados, algunos muy evidentes, son continuos y no siempre necesarios. Hay detalles chuscos, como la borrachera de Enrico y sus hombres, que no pintan nada en ese momento, durante el dúo con Edgardo bajo la tormenta, que pierde así gran parte de su carga violenta. El personaje de Enrico es aquí indeciso, infantiloide, histérico y absurdo. Y no lo es menos, ya en el plano físico, el hecho de que el coro tenga que penetrar más de una vez en el interior de la derruida mansión a través de las ventanas. Como sucede en el primer cuadro que tiene lugar, no al aire libre, en plena noche, sino en una estancia cerrada, presidida casualmente por una cuna, en la que, ya al comienzo, descansa la «niña» Lucia. Hay momentos al ralentí y constantes toques de índole psicológica, totalmente alejados de la realidad. Así, una estatuaria Lucia, catatónica más que muerta, presidiendo el suicidio de Edgardo a punta de pistola. Pero, hay que insistir, la puesta en escena, con esos toque irreales y fantasmagóricos, resulta visualmente atractiva. Aunque el público del estreno abucheó al regista a base de bien. Charles Edwards (escenógrafo), Brigitte Reiffenstuel (figurinista), Adam Silverman ((iluminador), son algunos de los excelentes colaboradores.

Hablemos ya de los aspectos musicales. Lisette Oropesa ha sido sin duda la gran triunfadora. Lucia tiene muchísimo que cantar. Su voz, de lírico-ligera, con cuerpo y apreciable densidad se ha plegado a la perfección a las exigencias de la parte, que ha cantado en los tonos que la tradición ha impuesto y a la que ha dotado de la carne y la intensidad requeridas. Posee un timbre de tonos melosos, una igualdad de registros sorprendente, un apreciable volumen, una extensión muy importante, sus agudos son cristalinos y los sobreagudos colocados en el fulcro, con algún mi bemol tirante y esforzado. Trina con limpieza y se maneja con enorme seguridad en la coloratura, con escalas de notable calidad. Fila, liga y regula y ofrece una imagen convincente de la desgraciada criatura, puede que sin el toque emocional más desgarrador. Bordó Quando rapito in estasi y la citada aria de la locura.

A su lado se exhibió también Javier Camarena, ya un ídolo de la afición madrileña, que mostró su magnífica técnica emisora, su penetración en la zona aguda y sobreaguda. Ligero pero consistente, restallante y timbrado (con un lejano recuerdo al jovencísimo Di Sefano). Conoce los mecanismos reguladores y ataca «sul fiato» sin un solo pestañeo. Quizá a su voz le falte algo de cuerpo para la gran escena del acto II. Es además un artista fino, que sabe delinear con gusto sin perder nunca el norte expresivo ni romper las sacrosantas leyes del buen legato. Cantó con apasionamiento bien medido y sin desfallecimiento toda la extensa escena final, con si natural incorporado al cierre de Fra poco a me ricovero, y con inesperado re bemol sobreagudo en los primeros tramos de Tu che a Dio spiegasti l’ali.

El barítono polaco Artur Rucinski, de noble pasta lírica, evidenció dominio de medios y fraseo convincente, exhibiéndose en algunos agudos (no escritos) para la galería. En las notas de paso estrecha en exceso. Sentó su clase en el desdibujado personaje que le ha proporcionado Alden. Sobrio y serio Roberto Tagliavini, como capellán, un punto falto de redondez, que cantó bien, más de lo habitual al ofrecerse la partitura íntegra y que, en escena gratuita, ha de vestir a Lucia con el atavío de boda. Aceptable el sposino de Yijie Shi, bien la Alisa de Marina Pinchuk –obligada a forzadas posturas estatuarias–, y eficaz el Normanno de Alejandro del Cerro, convertido en un malévolo secretario.

En el foso del Real se movió como pez en el agua el artesanal, seguro y afirmativo Daniel Oren, que ató, concertó con sapiencia y fraseó con elocuencia, aunque sin el refinamiento poético de tantos pasajes, apoyado en una orquesta muy sólida y en un coro sobrio, recio y contundente, capaz de practicar reguladores de excelente calidad. Demasiada rudeza y altisonancia en ciertos finale. Se empleó, como en la versión original de la ópera, la armónica de cristal en el aria de la locura, que, tocada por Sascha Reckert, nos envolvió en su fantasiosa y legendaria sonoridad.

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