Borrar
45 años saludando a Pamela

45 años saludando a Pamela

En 1973 François Truffaut regaló al público una especie de lección magistral sobre cómo se hace una película y la singular fauna que puebla el mundo del celuloide. Se puso entonces también ante la cámara y nos metió de lleno en ‘Os presento a Pamela’

Jueves, 16 de julio 2020, 18:02

Necesitas ser registrado para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Si damos por bueno eso de que en el cine todo es artificio -incluso en el documental, pues al elegir dónde se enfoca ya hay una visión subjetiva de la realidad-, entonces viendo La noche americana habrá que concluir que el truco trasciende a la misma realidad, pues hay un momento en que el protagonista, el director de cine Ferrand -que no es otro que el propio François Truffaut- le espeta al actor encarnado por Jean Pierre Leaud la ya famosa frase de que «el cine es más importante que la vida». Desde que se oyó por primera vez el diálogo en cuestión han pasado 45 años y La noche americana mantiene intacta su doble condición: una declaración de amor al cine y una lección magistral -masterclass como se dice ahora-.

En 1973 François Truffaut era una autoridad en el cine francés. Pero ya no era el director rupturista de la Nouvelle Vague sino todo un maestro consagrado que podía disponer de presupuestos cómodos para sacar adelante sus producciones. Un director que arrastraba, eso sí, la crítica de sus colegas de juventud, y en especial de Jean Luc Godard, de haberse aburguesado. La otra leyenda, que también le acompañó de por vida, fue la de un seductor de las actrices que encarnaban sus películas, incluyendo a Jacqueline Bisset en La noche americana, pero esa es otra historia...

Con ese bagaje a cuestas, Truffaut se saca de la manga una película coral pero al mismo tiempo muy personal. La noche americana es la historia de cómo un director se pone a los mandos de una película que narra una historia de parejas cruzadas: un joven presenta a sus padres a su novia, de nombre Pamela, y surge una relación sentimental entre ella y su suegro. Con esa excusa, Truffaut va explicando, a modo de tutorial de YouTube, cómo se hace la película y, de paso, los amores y desamores de actores y otros miembros del rodaje. Pero también tiene tiempo para reflexionar sobre el paso del tiempo, encarnado en la actriz Valentina Cortese, que interpreta a una diva venida a menos incapaz de recordar los diálogos, y los secretos que se guardan por aquello del miedo a la reacción popular, con el galán veterano que interpreta Jean-Pierre Aumont y que tiene como pareja a un apuesto joven.

Truffaut va así urdiendo un relato que pasea al espectador unas veces en torno a la historia de Pamela, otras sobre cómo se encajan las piezas del gran rompecabezas que es un rodaje y también sobre las idas y venidas de cuantos participan en el mismo.

Por si fuera poco, Truffaut también se autorretrata. En ese selfi cinéfilo, desvela al lector sus preocupaciones, sus obsesiones, sus noches casi sin dormir y los maestros a los que atesora devoción. Es, por tanto, un ejercicio de cinefilia máxima y en varios planos, con un resultado en forma de película entretenida de ver, que a veces parece un documental, otra una comedia y en ocasiones con gotas de drama. Donde, eso sí, el interés está más en lo que se aprende sobre el cine que en lo que en realidad pasa en las historias paralelas, pues el fin de la película -y esto no es un spoiler- no es otro que el último día de rodaje.

En una obra tan personal no podía faltar Jean-Pierre Léaud. Truffaut vuelve a rodar con su actor fetiche, aquel adolescente rebelde que descubrió en Los 400 golpes y que se fue haciendo mayor con el director tras la cámara. Leaud, que pasó por el Festival de Cine de Las Palmas de Gran Canaria en 2011, será siempre el niño grande que Truffaut moldeó a su gusto. Aquí es un actor inseguro, que lo mismo se acuesta con una que con otra, que quiere dejar el rodaje por un capricho y que al final vuelve siempre al redil que le marcó su pastor Truffaut. Es ahí donde se enmarca ese diálogo en el que la vida es menos valiosa que el cine, que no es otra cosa que toda una declaración de intenciones de un Truffaut que vivía por y para esa industria.

En cuanto a Jacqueline Bisset, ejerce de lo que era en aquel momento: la estrella anglosajona que aparecía para dar lustre a una película francesa. Truffaut la trata con especial mimo, mostrando al espectador detalles tan pocas veces contado cómo la forma en que se colocan las manos o se dirige la mirada hacia esta o aquella esquina para seducir al espectador. Sobra decir que efectivamente la seducción está garantizada. Y con capricho incluido, pues en la historia se intercala el momento en que la estrella se pone en plan diva y reclama mantequilla no industrial para sobrellevar un soponcio emocional.

Para que la fauna sea más diversa, el guion se enriquece con las anécdotas de la esposa de un miembro del rodaje que sospecha que su marido le es infiel, una meritoria que se fuga con un fotógrafo, una actriz secundaria que intenta ocultar inicialmente su embarazo... En torno a todo eso está Ferrand-Truffaut, que lo mismo elige la pistola que emplea el protagonista en una secuencia crucial que da el visto bueno a cómo un día de verano se convierte, gracias a la espuma de unos bomberos, en una gélida mañana nevada.

¿Y al final de verdad el cine es más importante que la vida? La pregunta sigue sin respuesta clara pero lo cierto es que la vida de Truffaut se acabó en 1984 y su cine le ha sobrevivido. Por algo será.

El joven rupturista que acabó siendo todo un clásico

François Truffaut iba para revolucionario y acabó siendo un clásico. El director fue uno de los abanderados de la Nouvelle Vague y su primer largo, Los 400 golpes (1959), fue saludado como una más que necesaria ruptura con el clasicismo del cine: el francés, el europeo y el mundial. En una película con bastante de autobiográfico, Truffaut sorprendió por el rodaje cámara en mano, el uso de actores casi niños que no eran profesionales, el retrato descarnado de la vida tal cual es -o sea, la menos dulce de las vidas-, y la demostración de que detrás de todo había alguien que conocía muy bien los mecanismos del cine, en especial el norteamericano.

Pero no se sabe si fue la fama lo que lo convirtió en un clásico o porque en realidad quería ser como los John Ford, Douglas Sirk y Hitchcock que tanto había estudiado. En esa labor de reconversión, a Truffaut hay que agradecerle precisamente la recuperación de Alfred Hitchcock como un creador, y no solo como un autor de películas entretenidas. Sus conversaciones con el director inglés derivaron en un libro (El cine según Hitchcock) que es de lectura obligatoria para cinéfilos y, sobre todo, aspirantes a trabajar en la industria.

En cuanto a lo de ponerse delante de la cámara, La noche americana no fue el único ejemplo. Incluso lo hizo para Hollywood y a las órdenes de Steven Spielberg como el interlocutor de alienígenas de Encuentros en la tercera fase.

El director, que ejerce de actor, muestra en la película aquellos creadores que le influyeron, con referencias nada encubiertas a Bergman, Dreyer, Jean Renoir, Hawks, Roberto Rossellini, Robert Bresson, Vigo y Hitchcock. No falta Luis Buñuel, sordo como el director que encarna Truffaut

Con el Óscar como premio

Éxito internacional

La noche americana consagró a Truffaut fuera de las fronteras de Francia. La película se llevó en 1974 el Óscar a la mejor producción en lengua no inglesa y la actriz Valentina Cortese estuvo nominada como secundaria. También se llevó tres Bafta (película, director y para Valentina Cortese).

La noche americana

Reparto coral

Truffaut dirige y comparte escenas con Jacqueline Bisset, Jean-Pierre Léaud, Jean-Pierre Aumont, Valentina Cortese, Alexandra Stewart, Nathalie Baye y David Markham, entre otros.

Guion

François Truffaut contó con la ayuda de Jean-Louis Richard y Suzanne Schiffman.

Banda sonora

Del maestro George Delerue

5 películas de cine sobre cine

El crepúsculo de los dioses

La gloria de antaño.

Quizás sería más exacto hablar de una película sobre el paso del tiempo, el que convierte a la actriz interpretada por Gloria Swanson en un recuerdo de lo que fue. El director Billy Wilder regaló al público en 1950 una película magistral, con un guion que sorprendió por su rupturista punto de arranque y con frases de antología. Una, dicha por Norma Desmond, resume toda la historia: «Yo soy grande. Son las películas que se volvieron pequeñas».

Cautivos del mal

Miserias.

El director Vincente Minnelli, que lo mismo le daba con maestría al musical que al drama, retrató en 1952 sin cariño alguno las miserias humanas de la industria. Cuenta la leyenda que el productor David O. Selznick se vio tan retratado por el personaje encarnado por Kirk Douglas que pidió a sus abogados que estudiasen si había manera de meterle el diente a los responsables de la película y, por supuesto, impedir que siguiera exhibiéndose. Lo cierto es que, por suerte para el público, no lo logró.

El último magnate

De Fitzgerald a Pinter.

Elia Kazan, un director marcado por la fama de chivato, se puso a los mandos en 1976 de una producción en la que sobresale la actuación de Robert de Niro y el retrato de la época dorada de Hollywood, con una historia que no es otra cosa que la recreación de lo que fue el productor Irving Thalberg. En el guion, nada menos que Harold Pinter adaptando una obra inconclusa de Scott Fitzgerald. El toque europeo lo da Jeanne Moureau en el reparto.

Ed Wood

El peor director.

Probablemente lo mejor de Tim Burton, y precisamente porque es de lo que menos se parece al Tim Burton más comercial. En 1994 se sacó de la manga esta película sobre el que ha pasado a la historia como el peor director de cine -en realidad los hay bastante peores-. Los excesos habituales de Johnny Depp aquí encajan bien pero lo mejor del filme, además del retrado de un perdedor al que le sobra ilusión, es la actuación de Martin Landau como Bela Lugosi.

La niña de tus ojos

Panderetas entre nazis.

Tenía que haber algo de cine español en esta relación y Fernando Trueba hizo una de sus obras más redondas con este título de 1998. Un reparto coral da vida a una historia a medio camino entre la comedia y la tragedia, al tiempo que permite recuperar el pasaje histórico de aquel cine español que se hermanó con la industria alemana, esto es, la que levantaron los nazis a mayor gloria de sí mismos. Penélope Cruz da con el toque andaluz sin caer en el tópico.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios