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Para hacer un testamento realmente curioso hay que currárselo un poco, porque la historia ya empieza a estar llena de gente que ha dejado todos sus bienes a su mascota y cosas así. La originalidad suele radicar en dos puntos. Uno consiste en establecer condiciones más o menos caprichosas y más o menos irritantes para que los herederos accedan al 'botín'. En este punto, resulta obligado recordar al insigne poeta alemán Heinrich Heine, de quien cuentan que se lo dejó todo a su esposa con la condición de que se casase de nuevo: de esa manera, escribió, habría al menos un hombre que lamentase su muerte. Pero también podemos encontrar ejemplos tan delirantes como el de Henry Budd, el inglés del siglo XIX que repartió su interesante fortuna entre sus dos hijos, con la condición de que ninguno de los dos se dejase jamás bigote. La otra vía hacia la originalidad está en buscarse herederos inesperados. Ahí pocos pueden rivalizar con Helen Dow Peck, la estadounidense que en 1958 dejó más de 150.000 dólares a John Gale Forbes, una presencia con la que había contactado a través de la güija. La señora Peck estaba convencida de que el misterioso Forbes era un paciente de una institución psiquiátrica, capaz de proyectarse telepáticamente, pero nadie logró dar con él y el testamento acabó anulado.
El rey de los testamentos puñeteros es seguramente el del multimillonario estadounidense Wellington Burt, un magnate de la madera y la minería que abandonó este mundo en 1919, cuando poseía el equivalente a mil millones de euros actuales. Burt, un tipo duro que de joven había navegado en cargueros, estableció pequeñas asignaciones anuales para sus descendientes (con la excepción de una hija, a la que dejó sin nada) y ordenó que el grueso de su fortuna no se repartiese hasta 21 años después de que el último de los nietos que tenía entonces hubiese fallecido. La nieta en cuestión murió en 1989, de modo que la herencia se hizo efectiva por fin en 2010, tras un paréntesis de casi un siglo. Hubo doce beneficiarios: la más joven, Christina Cameron, de 19 años, recibió tres millones pero no se mostró muy ilusionada, ya que su abuelo y su madre habían fallecido (dos años antes él, tan solo unos meses atrás ella) sin llegar a ver satisfecha la obsesión que había marcado sus vidas. «Esto ha sido más bien una maldición», declaró la joven.
El caso del portugués Luís Carlos de Noronha Cabral da Câmara apareció en la prensa de todo el mundo hace catorce años. Luís Carlos era un aristócrata solitario y amante del exceso que, a los 29 años, acudió a un notario con un propósito singular: quería nombrar setenta herederos elegidos al azar del listín telefónico de Lisboa. Antes, eso sí, tuvo que someterse a un severo interrogatorio para demostrar que no se había vuelto majareta. Murió en circunstancias poco claras trece años después y los setenta desconocidos se hicieron cargo del pisazo de doce habitaciones en la capital, la casa de campo, las dos motos y los ahorros. Según la revista '¡Hola!', pudo inspirarse en la película 'Si yo tuviera un millón', de Ernst Lubitsch, que parte de una ocurrencia idéntica.
Hay testamentos que rezuman resentimiento, pero otros vienen a ser la travesura definitiva. El abogado y financiero canadiense Charles Vance Millar, fallecido sin descendencia en 1926, ya se había ganado cierta fama de bromista en vida, pero lo redondeó con sus últimas voluntades. Dejó sus participaciones en una cervecera a unos clérigos enemigos del alcohol y su casa de vacaciones en Jamaica a tres tipos que se detestaban entre ellos, con la condición de que la compartiesen. Pero la cláusula más famosa de su testamento es la que reservaba una fortuna para la mujer de Toronto que más hijos tuviese en un plazo de diez años. Empezó así el llamado 'Derbi de la Cigüeña', una loca carrera de procreación en la que acabaron empatando cuatro mujeres, con nueve vástagos cada una. Se llevaron a sus atestados hogares 110.000 dólares, un par de millones de hoy. ¿Divertido? Sí, pero no tanto para quienes se quedaron con ocho hijos y sin premio en plena Gran Depresión, o para la mujer que tuvo diez y le descontaron la mitad por ser «ilegítimos», o para la que parió once pero vio cómo le rechazaban los tres que nacieron muertos.
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