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Amado Lizama, el pastor de Bello (Teruel) que atendia las llamadas de las personas que estaban solas durante los meses de aislamiento por la pandemia.
El pastor que te escucha

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Crónicas Mínimas ·

Amado Lizama, el pastor de Teruel que atendió las llamadas telefónicas de la gente que se sentía sola durante los meses de aislamiento por la pandemia

Txema Rodríguez

Lunes, 17 de agosto 2020

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Al principio las ovejas te miran como Cristiano Ronaldo a un árbitro que le acaba de anular un gol. El sol asoma tímido sobre la laguna de Gallocanta, en ese instante en que día y noche se confunden. Amado Lizama abre la cerca mientras la 'Chispa', una pequeña perra peluda, busca con la mirada a la espera de una señal. Son mil trescientas ovejas sobre un paisaje cubierto de rocío. Hace frío aunque es agosto. En un par de minutos arranca el largo paseo, los rastrojos se pueblan de bocas ávidas de brotes verdes. Sus dientes suenan en el silencio del amanecer como interferencias eléctricas. El pastor señala el rumbo con su bastón, aunque muchas lo conocen de memoria. Emite unos sonidos indescriptibles, una mezcla de gruñido, silbido y llamada de atención. A lo lejos, las primeras del grupo se giran y le miran, «esas son jóvenes y no hay que dejar que vayan a su aire, si les dejas luego no hay quien las controle», dice.

Tiene 61 años y una artrosis cervical le obligó a dejar el trabajo diario. El rebaño es de su hijo y de su mujer. También tiene una hija, auxiliar de enfermería en Zaragoza, que trabaja en una planta de enfermos de coronavirus. Se llama María. Hoy hace una excepción y conduce el ganado, como a él le gusta, que vayan cómodas, sueltas. En esto cada pastor tiene su técnica. «Hay alguno que las lleva a raya con el perro, todas en fila y pegadas, yo prefiero que vayan más relajadas». Y habla, y habla, saltando de una cosa a otra, señalando a lo lejos para ilustrar sobre un pozo, una caseta o una paridera. Cada mancha en el paisaje tiene un significado, aquello que construyó su abuelo o hizo su padre. Las ramblas y los arbustos, un grupo solitario de almendros que plantaron unos que viven en Madrid y la eterna presencia de la laguna, la única de España de agua salada, un paraíso para las aves.

Arranca algo de suelo, «antes los pastores hacíamos también este trabajo, lo que vemos que son malas hierbas de las que no se comen las ovejas las íbamos quitando», habla de las capitanas, o bolas voladoras. Le digo que tienen un nombre bonito, estepicursores, y me mira sorprendido: «Bueno, yo les llamo cardos voladores». Será por nombres. La protección del entorno de la laguna y toda la prolija lista de prohibiciones que conlleva complican cualquier limpieza. «Ahora se taponan las ramblas y no puedes tocar nada, tampoco podemos pasar a ese lado del camino durante unos meses al año, que no vaya a ser que las ovejas se coman a los pajaricos, cuando toda la vida hemos convivido en paz». A su lado es posible trazar una geografía desconocida, cada surco de tierra tiene su historia según cómo haya sido trabajado.

Las cosas de verdad

En Bello hubo una concentración parcelaria y ahora su familia tiene tierras que fueron de otros. «¿Ves ese trozo de ahí que está más verde de malas hierbas?, pues era de uno que no lo tenía tan bien como el de al lado». Se ríe. Paramos a comer un plátano. Una de las ovejas viene decida a por el mío y pelea por llevarse la cáscara. Amado me explica que no todas se la comen pero esa sí, porque es vieja y ya no le quedan dientes. Larga una docta exposición sobre el desarrollo y evolución de las denticiones de los bovinos, «que te las iría enseñando pero ya no puedo hacer esfuerzos y para sujetar a un bicho de este tamaño hay que estar fuerte».

Luego pasamos a las fases del celo según los meses y el delicado equilibrio entre la tierra y el ganado. Las ovejas limpian los campos. Amado sabe por cuáles puede pasar me dice cuando andamos por los rastrojos de un trigal «de la Maruja». Al lado unos aspersores riegan una plantación de patatas, uno no lanza agua y llama al propietario para asegurarse de que está inutilizado adrede. Luego, a lo lejos, se ve un gran tractor fumigando. Y enseguida llama a Javier, su hijo, para preguntar por qué lo están haciendo si se supone que tenían que pasar las ovejas por allí y limpiar el suelo. «Ahora la gente no tiene paciencia, lo quieren todo despejado y como cada vez los tractores son más grandes…». Anda pendiente del teléfono y del suelo a la vez. Señala dónde hubo cebada, dónde alfalfa y dónde triticale (un híbrido de trigo y centeno). Toma un brote entre los dedos, «ahora es raro verlo».

Hacemos balance; la lana este año a diez céntimos el kilo. La carne, en especial desde la pandemia, a precios irrisorios. Sin subvenciones no habría negocio y siempre hay que estar invirtiendo para no quedarse atrás. Siempre hay que arriesgar. Desde que comenzó a salir con su abuelo Mariano, contaba ocho años, ha visto muchos cambios en este negocio. Ahora quedan pocos. Tres en realidad, contando a su hermano y a otro, y algún abuelo que tiene treinta o cuarenta, «que es como si yo me monto un huertecito para echar las tardes».

Hablamos de la soledad que él nunca ha sentido, antes por la compañía de otros pastores y ahora por la de las nuevas tecnologías. Y de su experiencia como psicólogo, porque durante las semanas de confinamiento pusieron en contacto a personas que se sentían solas con pastores. «Hablé con mucha gente, un señor de Asturias que andaba muy angustiado, una muchacha que me preguntaba cuánto tenía que invertir para venirse a vivir al campo y hasta con una señora que me llamó para darme conversación, fue la única que no quería que la escuchara. La verdad es que ha sido una cosa que estuvo muy bien». La 'Chispa' sale corriendo y nos trae un topillo que acaba de cazar

Piensa en las palabras de la joven, en esa idealización del campo: «Si supieran cómo son las cosas de verdad… Le vendemos todos los corderos a la cooperativa, pero una chica musulmana que se iba a venir aquí me pidió que le guardara uno y le dije que lo hacía a cambio de que apuntara al niño en la escuela de Bello, para ver si no la cierran. Eso es lo que pasa aquí, entre otras muchas cosas». Conducimos al rebaño de vuelta a un pequeño lago de agua dulce al que ya fueron a beber mientras amanecía. Y luego a un corral metálico donde descansarán hasta la tarde. Al llegar al pueblo, unos hombres asan carne en un patio. Tienen la música a toda castaña. Es Peter Gabriel cantando 'Solsbury Hill'. Pasan dos señoras endomingadas. Una le dice a la otra: «Tira 'palante' que no podemos ir tan juntas».

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