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Pese a haber vivido los tres últimos años en la calle, María, a sus 57 años, mantiene cierta candidez y conserva la ilusión de que su infortunio tenga los días, las semanas o los meses contados.
Desde hace dos años duerme, desayuna, almuerza, se ducha y se cambia de ropa en las instalaciones de Cáritas Diocesana de Canarias de la capital grancanaria, donde también recibe apoyo psicológico, orientación laboral, formación y, lo más importante, esperanza.
Su nombre es ficticio pero su historia es muy real. Relata que llegó a esta situación como muchas otras personas: perdió su empleo y no contaba con redes de apoyo. Su familia, amplia pero fallida, le dio la espalda cuando, hace once años, empezó su calvario. «Mi madre me botó a la calle por no tener trabajo. Desde entonces estoy así», dice.
Luego, empezó a trabajar de interna cuidando a una persona mayor. «Estuve siete años y quince días con una señora. Se murió. Luego, fui con otra, unos seis meses, que también se murió del corazón», comenta sobre una vida laboral que solo consta en su memoria porque nunca fue dada de alta en la Seguridad Social.
Con sus hermanos no cuenta, aunque son una decena. No quieren saber nada de ella.
La pérdida del empleo es la vía más rápida para verse en su situación y tener que recurrir a los centros de acogida de Gánigo o Cáritas, cuenta.
«Cuando uno se queda sin trabajo, termina en la calle y créeme, cuando vives en la calle, te das cuenta de que la gente te desprecia. No tiene esa caridad que se presupone con una persona sin techo, porque en la cadena de la sociedad el sintecho es el último eslabón. La gente no es empática. Es antipática», lamenta.
En los primeros meses sin hogar, antes de tener noticia de los recursos alojativos disponibles para personas en su situación, María pernoctó en las calles.
Allí conoció muchas caras de la violencia. En una ocasión dos individuos la amenazaron con cuchillos por los dos costados para verla sufrir; otra noche, en la avenida Marítima, a la altura de Arenales, varios jóvenes bajaron de un coche para atacarla por diversión. «Ahí me tuve que defender con un cuchillo contra cinco hombres. Menos mal que llegó un chico. Empezó a grabarlo todo y llamó a la policía. Gracias a eso se marcharon los muchachos», relata sobre esas oscuras noches.
«Una no se imagina que haya gente que venga para reírse de ti y hacerte perrerías» , recuerda sobre aquellos días en los que tenía que buscar parterres seguros y limpios para pasar la noche.
En aquellas jornadas peligrosas, otro tipo de violencia le resultó más dolorosa. «Lo más duro es verte despreciada por las personas», reconoce María que recuerda con amargura a una mujer que pidió a Parques y Jardines que cortaran unos matos en La Minilla para impedirle dormir allí.
Ahora su cotidianidad es otra. «Cuando llego al centro de día me ofrecen una ducha, el cambio ropa sucia por ropa limpia y una cama para dormir bajo techo», explica María sobre el albergue, que cierra a las 8 de la mañana y reabre a sus puertas a la noche. «Estamos doce horas fuera», comenta.
Cerca de allí, también les ofrecen desayuno, almuerzo y cena. Pero, sobre todo, recibe el apoyo necesario para pensar que otro futuro es posible. Así, una psicóloga la ayuda a no perder la autoestima y una trabajadora social la guía para acceder a diferentes recursos y realizar trámites, inviables para ella por la dificultad para manejarse en los medios digitales.
María tiene el Graduado Escolar. Titularse le resultó complicado porque las letras se le dan fatal. «Estudié en la Escuela de Adultos de Siete Palmas cuando era más joven. Tengo formación para atender a mayores. Hice cursos de auxiliar de ayuda a domicilio, para asistir a personas con Alzheimer, incluso de geriatría gerontológica. Los he hecho con el paro (SEPE) y la Escuela de Adultos. También hice un curso de cocinera...», comenta.
Recientemente en Cáritas le enseñaron a manejarse con el ordenador y el móvil. «Me hubiera gustado que el curso fuera más largo. Todavía hay cosas que no sé hacer», confiesa.
También les ofrecen actividades de ocio y tiempo libre. «El martes fuimos a la Cueva Pintada de Gáldar para conocer cómo vivían nuestros antepasados», dice satisfecha tras haber realizado ese viaje en el tiempo.
Pero sus esperanzas de futuro están depositadas en un plan de ahorro de vivienda, supervisado por Cáritas y en el que ingresa parte de la Prestación Canaria de Inserción (PCI), una ayuda que le ha sido concedida durante seis meses.
«La idea es que cuando tenga que irme de aquí pueda pagar una habitación en un piso compartido a razón de lo que tenga ahorrado. Es un pequeño colchón», explica María, que también aspira a seguir formándose. «Pero sin dinero no tienes donde vivir y si no tienes donde vivir no puedes estudiar», lamenta.
A veces ayuda a un amigo a buscar cobre. «Ahora, lo que da dinero es la chatarra. Lo poco que se puede conseguir, que lo consigue él, da para unos cortaditos en el bar. No es lo mismo tomarte un cortado todos los días después de comer que no podértelo tomar», asegura esta mujer que, por fortuna, no ha desarrollado adicciones. «Aquí hay mucha gente que tiene problemas de alcohol y de drogas, pero otras personas no. Todos reciben ayuda», dice.
Dice que el ambiente entre las personas acogidas es bueno y que en estos dos años ha creado lazos. «Tengo dos amigos. Los considero mi familia. También a Cáritas los considero como familia, porque el apoyo que me han brindado es lo más parecido a la familia que una anhela volver a tener».
«Aquí -reconoce-me han tratado como si fuera una persona. En la calle te tropiezas con gente que no te lo dice de frente pero te trata como si no lo fueras».
La crisis económica causada por la pandemia y prolongada por el conflicto de Ucrania ha llevado a muchas personas a perder su casa o a no poder afrontar el pago de sus viviendas. Actualmente, Cáritas atiende en la provincia de Las Palmas a más del doble de familias con carencias en materia de vivienda que hace dos años. Así, en el primer semestre de este año la organización atendió a 1.966 núcleos familiares con intervenciones relacionadas con la vivienda frente a los 886 que asistían en 2020.
Desde 2018 la cifra de personas atendidas por este problema ha crecido en un 113%.
Cáritas, sin embargo, afronta esta atención con los mismos recursos, pese al aumento de la demanda y el incremento de los costes en un 30%. Por ello, esta misma semana, la entidad dio la voz de alarma y apeló a la solidaridad de la ciudadanía canaria en estas Navidades.
En el primer semestre del año, Cáritas Diocesana de Canarias ha atendido en la provincia de Las Palmas a 2.183 personas con problemas para mantener sus hogares, según consta en la memoria del área de Vivienda de la entidad. De ellas, 1.309 no disponen de un techo.
Dificultades económicas, adicciones, barreras idiomáticas o digitales que les impiden acceder a los recursos disponibles, violencia de género, problemas de salud, sobre todo mentales, o conflictos familiares son algunas de las situaciones que llevan a alguien sin redes de apoyo a verse en la calle, explica la trabajadora social del área de Vivienda de Cáritas, Nazaret Almeida.
Las personas sin hogar tienen estudios primarios en su mayoría, una edad media de 42 años y son hombres en un 88% frente al 12% de mujeres. Estas últimas sufren una «especial vulnerabilidad, mucho más extrema que cualquier hombre, ya que son objeto en muchos casos de abusos y violaciones», indican desde el área de Vivienda de Cáritas.
El 53,4% de las personas que han recibido ayuda para mantener sus viviendas tiene nacionalidad española. Sin embargo, quienes están en la calle son en su mayoría personas extracomunitarias.
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