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La enfermedad de Parkinson, de la parálisis agitante a la implantación de electrodos

«El ejemplo muestra el gran cambio que se ha producido en la neurociencia clínica desde mediados del siglo XX, y que tiene que conducir, en el siglo XXI a descubrir los mecanismos por los que el cerebro humano enferma».

Ayoze González / Las Palmas de Gran Canaria

Lunes, 23 de julio 2018, 14:39

En 1817 un cirujano londinense, llamado James Parkinson, publicó un pequeño ensayo sobre lo que denominó «parálisis agitante» (shaking palsy en su descripción original). En ese trabajo, Parkinson fue capaz de agrupar algunos signos ya previamente observados de manera individual, y configurar un síndrome que producía, según sus propias palabras, «un movimiento involuntario de temblor, con una menor fuerza muscular, en regiones que no estaban en movimiento e incluso cuando estaban apoyadas; con una propensión a inclinar el tronco hacia adelante y a pasar de un paso de caminar a un paso de correr: el sentido y el intelecto permanecían normales».

Sin embargo, este ensayo, que describe las características de lo que hoy conocemos como enfermedad de Parkinson, no despertó excesivo énfasis en su época. De hecho, careció de interés durante más de 100 años debido a lo que ha sido una consideración clásica sobre la neurociencia clínica hasta bien entrado el siglo XX: que no aportaba demasiados tratamientos a las personas que sufrían un trastorno neurológico.

Afortunadamente, desde la mitad del siglo pasado hasta nuestros días, la neurociencia ha presentado un desarrollo continuo, y ha aumentado el arsenal terapéutico disponible, si no para curar, sí para mejorar considerablemente la calidad de vida de las personas con enfermedades neurológicas.

En el caso de la enfermedad de Parkinson, el primer gran paso fue el descubrimiento, sobre 1960, de que se trataba de una enfermedad neurodegenerativa, en la que se perdían las neuronas que producen dopamina, un neurotransmisor cerebral que participa, entre otras cosas, en la regulación del movimiento y en el control del ánimo y de la conducta. Esta falta de dopamina cerebral explica una parte de las manifestaciones clínicas de la enfermedad, que se caracteriza, tal y como Parkinson describió hace 200 años, por una disminución en la velocidad y calidad de los movimientos, incluido caminar, y que, a su vez, puede producir movimientos involuntarios como el temblor, pero sin una afectación inicial de las funciones cognitivas.

Pero los avances en el conocimiento de la enfermedad no solo han permitido conocer cuáles son las áreas cerebrales afectadas, sino que hoy se sabe que la enfermedad de Parkinson no solo es un trastorno del movimiento, como se pensó durante muchos años, sino que hay una serie de síntomas no motores, como la depresión, la apatía, el dolor, los trastornos del sueño, la disfunción sexual... que forman parte de la misma, y que alteran profundamente la calidad de vida de los pacientes.

Así, uno de los avances más importantes en la atención a las personas que padecen la enfermedad ha sido identificar y describir estos síntomas no motores, relacionándolos con el impacto negativo que tienen en la calidad de vida y así poder una atención plena, orientando el tratamiento no solo desde el punto de vista motor, sino con una visión integral.

De esta manera, los tratamientos disponibles para el control de la enfermedad también han dado un salto cualitativo en los últimos 50 años. Si bien a principios del siglo XX las alternativas disponibles eran escasas, tanto en cantidad como en efectividad, el descubrimiento de que las personas con enfermedad de Parkinson tenían falta de dopamina, permitió plantear la posibilidad de administrarles levodopa, un precursor de la dopamina que ya había sido aislado por Marcus Guggenheim en el año 1913, procedente de las semillas de un haba (Vicia faba). Así, el primer gran paso en el tratamiento de la enfermedad tuvo lugar a finales de los años 60, cuando comenzó a administrarse la levodopa por vía oral a los pacientes. Sin embargo, la levodopa, tal y como se administraba, producía muchos efectos adversos, así que el siguiente paso fue añadir a la levodopa un compuesto que disminuyese estos efectos adversos en el resto del organismo, y así apareció la combinación de levodopa con carbidopa, que ha sido el pilar del tratamiento de la enfermedad de Parkinson en el último medio siglo.

Con el paso de los años se vio que pacientes tratados con levodopa durante un largo tiempo desarrollaban efectos indeseados que se caracterizaban, fundamentalmente, por un aumento de los movimientos involuntarios, las denominadas discinesias. Esto llevó a la búsqueda de alternativas para reducir los efectos adversos, lo que condujo, en la década de 1970 y 80 al desarrollo de otros dos grandes grupos farmacológicos que mejoraron el tratamiento médico de la enfermedad: los agonistas dopaminérgicos y los inhibidores de una enzima neuronal encargada de la metabolización de la dopamina: la monoamino-oxidasa (MAO).

Estas dos familias de fármacos han ido evolucionando, de forma que hoy en día disponemos de compuestos que permiten mejorar el control de la enfermedad, disminuyendo el riesgo de aparición de disquinesias y otros efectos adversos relacionados con el tratamiento a largo plazo con levodopa.

Intervenciones

Sin embargo, el siguiente gran salto en el tratamiento de la enfermedad ha venido de la mano de la implantación de electrodos neuroestimuladores en las zonas cerebrales responsables del control del movimiento.

Así, aunque ya desde los años 60 del siglo XX se realizaban ciertas intervenciones quirúrgicas más invasivas, el siglo XXI, con todos sus avances tecnológicos ha traído las intervenciones mínimamente invasivas, guiadas por ordenador y que permiten la colocación, y posterior ajuste desde el exterior, de electrodos que modulan los impulsos eléctricos de las neuronas responsables del control del movimiento.

Así, se consigue controlar, en gran medida, los casos de enfermedad avanzada, reduciendo, a su vez, los efectos secundarios relativos al aumento de los movimientos involuntarios.

Vemos, por tanto, como el ejemplo de la enfermedad de Parkinson muestra el gran cambio que se ha producido en la neurociencia clínica desde mediados del siglo XX, y que tiene que conducir, en el siglo XXI a descubrir los mecanismos por los que el cerebro humano enferma. Ese es nuestro reto.

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