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Picasso en la picota

Picasso en la picota

Albert Boadella dirige ‘El pintor’, de Juan José Colomer, que recrea la trayectoria artística del genio malagueño. La música es muy funcional, directa y variada, alusiva y tendente a subrayar los acontecimientos.

Arturo Reverter / Las Palmas de Gran Canaria

Jueves, 1 de enero 1970

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Este año el único estreno absoluto del Teatro Real se hace un poco de refilón, pues se traduce en una «colaboración» con los Teatros del Canal, dependientes de la Comunidad de Madrid, y con la empresa privada Clece, SA. El estreno en cuestión es El pintor de Juan José Colomer, que, a iniciativa de Jorge Culla, recrea la trayectoria artística de Pablo Picasso a través de un libreto de Albert Boadella, que cumple también las funciones de director de escena, recreando, con la fantasía que le es consustancial, con imágenes fantasiosas, con metáforas de todo tipo, con pies más o menos forzados, con una simbología a veces de grueso calibre, el mundo en el que vivió el artista y la época que lo vio crecer, con la presencia de algunas de las personas que lo rodearon.

La inventiva del director catalán, afincado desde hace tiempo en Madrid, en donde, como creador y rector, dio auténtica vida cultural y comercial a ese complejo denominado Teatros del Canal, no tiene fin, como ha venido demostrando desde los más antiguos espectáculos de Els Joglars. Tampoco lo ha tenido en aquellos en los que, en tiempos más recientes, se ha acercado al mundo de la ópera o del género lírico, con propuestas tan interesantes como la desternillante El pimiento Verdi, en donde enfrentaba con gracia al compositor italiano con su «enemigo» Richard Wagner, bien que con rasgos humorísticos en ocasiones bastante facilones. O aquella en la que daba vida a Amadeo Vives con gracia bien destilada.

En esta nueva aventura Boadella ha querido poner en solfa no ya la figura del pintor malagueño, sino todo lo que lo rodeó. Lo hace representante de una suerte de degeneración del arte que, según esa visión, habría fenecido como tal desde que desapareció la pintura figurativa. Sólo serían válidos, según ese punto de vista, los frutos emanados de esa concepción. La evolución posterior, al menos en lo que respecta a Picasso, sería producto sobre todo de un afán de epatar, de sorprender a los ingenuos y mansos receptores en busca, he ahí el quid, de un enriquecimiento, sin importar ninguna otra cosa. Todo vale, se nos quiere decir. Incluso utilizar la política para ese fin. Los coqueteos del pintor español con el comunismo –pacifista en todo caso– irían por ese espurio camino.

Naturalmente, para iniciar ese camino, que finalmente lleva a la descalificación más absoluta, el protagonista ha de tener una guía, que aparece representada, en una vuelta de tuerca del mito fáustico, por el Diablo, con lo que se abre otra nueva vía que enriquece y complica, hasta cierto punto sólo, la acción. Es Lucifer quien engatusa al incauto y le hace ver cuál es la vereda que lo hará famoso, rico e influyente, que lo pondrá a la cabeza de todo el arte mundial y lo elevará a la gloria. Picasso se deja aconsejar y se entrega a las mañas diabólicas. Todo ello es presentado por Boadella con todo lujo de detalles, con gran variedad de escenas, con la agilidad que siempre otorga a sus propuestas el director.

A través de esa rica panoplia, teniendo también en cuenta la guasa que se suele gastar el libretista y regidor, se nos van dando una serie de flashes que van colocando ante nosotros, con alguna vuelta a atrás que otra, la figura del pintor, del que a la postre se ofrece una imagen risible, ridícula, de personaje manipulable, egoísta, pendenciero y mujeriego, amplificando y deformando lo que eran sin duda algunos de sus rasgos. Todo resulta así un tanto esquemático, poco matizado, maniqueo y poco creíble. Y, en buena medida, retrógrado. Claro que estamos, si se quiere, ante una farsa en la que quizá vale todo.

En cualquier caso, la desbordante imaginación, la fantasía colorista, la sabiduría y experiencia de Boadella se dejan sentir y proporcionan un espectáculo vivo, ágil, de escenas breves bien ensambladas, de aire cuasi cinematográfico, en el que todo fluye animadamente y que reposa en una escenografía, firmada por Ricardo Sánchez Cuerda, a base de paneles que suben y bajan, en los que se proyectan, en momentos estratégicos, imágenes pictóricas alusivas, y de brillantes y fosforescentes, también móviles, aéreas estructuras. Vestuario bien diseñado de Mercè Paloma que recrea las distintas épocas e iluminación muy lustrosa de Bernat Jansà. La coreografía, a veces graciosa, de Blanca Li, redondea el aspecto visual.

La música de Colomer es muy funcional, directa y variada, alusiva y tendente a subrayar los acontecimientos, incluso con citas más o menos claras de músicas que se deconstruyen habilidosamente, como sucede con un pasodoble taurino y con el himno falangista Cara al sol. El compositor maneja algunos temas que aparecen por aquí y por allí, como el tan scherzante que abre la obra, de carácter más bien fugado y que es retomado ya en la primera escena por la voz del protagonista. Los pentagramas toman distintos rumbos de acuerdo con los acontecimientos escénicos. Hay aires de marcha militar (nazis y soviéticas), marchas fúnebres (para los recuerdos desagradables), danzas (como la tan sugerente de los negros bailando en torno al anciano Picasso).

Boadella no para de ridiculizar al pintor y lo muestra, de manera simbólica, portando de continuo un gigantesco pincel con el que construye sobre el aire sus imágenes, rápidamente proyectadas en los paneles. Hasta lo viste de torero. Colomer se amolda bien a todo ese discurrir, lo que revela olfato. Emplea un lenguaje tonal o politonal con episódicas disonancias, pasajes modales y una rica panoplia tímbrica, con lo que la música discurre fluidamente como excelente y colorista ilustración. Aunque a la postre desde un punto de vista vocal nos parezca discursiva y plana. La línea se apoya en una suerte de recitativo melódico bastante monocorde y escasamente contrastado, por el que las voces se mueven en un forte-mezzoforte que acaba por fatigar y que obliga a un tipo de expresividad nada contrastado en una composición que dura dos horas justas.

Alejandro del Cerro, en la parte principal, hizo un gran y meritorio esfuerzo ya que prácticamente no para de cantar. Es un tenor lírico-ligero de timbre no muy grato y un permanente vibrato. Posee extensión y mantiene su elevada tesitura con cierta facilidad, con la voz colocada en su sitio. Cumplimentó las nada cómodas exigencias escénicas. Belen Roig (Fernande) es una lírica-ligera de emisión un tanto adusta, de escaso encanto vocal, que estuvo entonada y dispuesta en sus breves intervenciones; como el veterano y tan boadelliano tenor Toni Comas, que, en tesitura bastante elevada, dio vida a Apollinaire y a un redivivo Velázquez. En este último ascendió con relativa facilidad a notas astrales como el si y el do naturales agudos. La mezzo Cristina Faus incorporó con solvencia a Gertrude Stein, también puesta en solfa, en una estupenda escena con coro. Aplauso para el barítono lírico Josep Miquel Ramón, al que hacía tiempo que no escuchábamos, en el papel de Mefisto, al que dio prestancia vocal y presencia escénica. Cumplidor el bajo Iván García como jefe de la tribu.

Todos actuaron, bien ensayados, a las órdenes musicales de Manuel Coves, que mantuvo el norte rítmico con su habitual gesto claro y conciso, aunque no pudiera evitar, sobre todo en el primero de los tres actos, desigualdades y faltas de conjunción por parte de la solvente Orquesta Sinfónica. El Coro de la Comunidad de Madrid actuó a muy buen nivel.

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