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Narración bien urdida

Narración bien urdida

‘Dead Man Walking’, que ahora ha llegado al Teatro Real de Madrid, no ha dejado de representarse desde su estreno en San Francisco, en el año 2000. Jake Heggie es el reponsable de la composición musical

Arturo Reverter / Las Palmas de Gran Canaria

Jueves, 1 de enero 1970

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Dedicamos este domingo este espacio a la presentación en el Teatro Real de una ópera que no ha dejado de exhibirse desde que se estrenara, en San Francisco, en 2000. Se trata de la primera composición de este estilo de su autor musical, Jake Heggie (Palm Beach, Florida, 1961), célebre creador de canciones –más de doscientas– con destino a las gargantas de algunos de los más conocidos cantantes de los últimos lustros, que se vio sorprendido por el encargo del director de la Ópera de aquella ciudad. Sin dudarlo, y sin experiencia previa en el métier, se lanzó al ruedo y aprovechó bien el magnífico libreto que le proporcionó Terrence McNally, conocido dramaturgo, autor, entre otras obras, de la famosa Master Class, evocadora de la presencia de Maria Callas en la Academia Juilliard a principios de los setenta.

El asunto desarrolla la conocida peripecia de la hermana Helen Prejean, de acuerdo con la historia que ella misma escribiera y que fue objeto, en 1995, de una adaptación cinematográfica llevada a cabo por Tim Robbins, que se estrenó en España con el título de Pena de muerte, con Sean Penn y Susan Sarandon en los papeles estelares. La aventura del resuelto Heggie fue coronada por el más sonriente de los éxitos; hasta tal punto de haberse representado ya en 60 coliseos de todo el mundo; el último, ahora, el Real. Aunque el compositor californiano continúa escribiendo óperas –la más reciente La vida es maravillosa, sobre la histórica película de Frank Capra–, ninguna hasta ahora ha tenido el mismo reconocimiento.

Heggie mantiene un credo que puede resumirse en tres elementos básicos: contar con grandes cantantes–actores, tener entre manos una historia emocionalmente conmovedora y disponer de un lugar donde poder llevarlo a cabo. «A partir de ahí –comenta– el territorio está abierto. Y encuentro todo ello increíblemente esperanzador e inspirador». Y a fe que Heggie lo ha sabido aprovechar partiendo de la potencia de la historia de la tenaz monja, que persigue, y consigue al fin, que el condenado, Joseph de Rocher, acabe asumiendo su situación y formule un sincero arrepentimiento .

En la extensa y variada peripecia el compositor ha sabido navegar entre distintas aguas estéticas manteniendo siempre su norte, haciendo acopio de materiales de diversa naturaleza, pero ahormándolos con conocimiento y enorme desparpajo. Como él mismo reconoce, hay una figura fundamental, un anclaje esencial en su modus operandi: Britten, que se le reveló tras una representación de Peter Grimes en 1984. A su lado, Heggie espiga influencias de Bernstein, Sondheim, Gershwin, Ravel, Debussy, Strauss (dúo de las monjas), Prokofiev, Janácek... Hasta Mozart, Verdi y Puccini. Nosotros citaríamos, además, en esta tan ecléctica relación, a Menotti. Y aún a Musorgski.

Consecuencia de todo ello, de la propia inventiva y de la habilidad para amalgamar, es un lenguaje de base tonal, pleno de efectos, claro en sus armonías, resolutivo en sus soluciones, que se organiza sobre un discurso hecho de largos recitativos dramáticos, ligados a pasajes melódicos de eficacia muy directa y eminentemente teatral, que va edificando una narración de episódicos fulgores, de dinámicas alternas en las que la voz mantiene una línea continua muy expresiva. El coro, ora sigiloso, ora exaltado, con episódicos instantes en forma de grito, con impactantes exclamaciones, es un factor muy importante en el entramado.

Hablábamos de Musorgski. En efecto, nada más empezar la obra se escucha un pasaje ondulante que recuerda vívidamente al comienzo de Boris Godunov, aderezado de otra manera y animado enseguida por atmosféricos aires jazzísticos. En unos cuantos minutos, cuando la monja comienza su andadura en busca de la prisión, la música se torna viajera, fluida y va oscilando de aquí para allá, según la vivencia; cogiendo de un lado y de otro, amalgamando estilos, fundiendo escenas. Partitura por tanto de aluvión, de retales muy inteligentemente cosidos, en la que aplaudimos la buena letra de números como el quinteto del final del primer acto.

Minutos finales

Son un acierto los minutos finales, antes, durante y después de la ejecución de De Rocher, con sus parlati, sus sombríos pedales, sus oscuras y ondulantes líneas, sus disonancias estratégicas, sus secos y mortuorios acordes y su crescendo postrero. Y el canto a cappella de la Hermana Helen. También cabe señalar el empleo de algún leitmotiv, como el de la protagonista, que se basa en el himno He will gather us around y cantan los niños en la primera escena. Una secuencia que da paso a una narración dramático-musical dividida en dos actos, el primero con diez escenas, el segundo con ocho. A modo de secuencias cinematográficas en las que han de intervenir hasta un total de quince solistas vocales que dan vida a un cañamazo que respira el aire de una comedia musical que, por otra parte, no ahorra instantes de algo facilón efectismo.

La puesta en escena de Leonard Foglia, que proviene de la Lyric Opera de Chicago, es funcional, está bien y ágilmente organizada y emplea plataformas móviles que suben y bajan, barrotes que delimitan espacios, proyecciones climáticas. Las cortas escenas, inauguradas en el prólogo con el sangriento crimen en el bosque, no dejan mucho respiro y la narración progresa sin altibajos, a modo de una película que desemboca en la asunción de su culpa por parte del asesino y, al tiempo, en una suerte de sermón bien intencionado de raíz bastante conservadora que roza, en ocasiones, la santurronería. El dinamismo en el movimiento es una baza esencial.

Nos gustó el buen trabajo realizado desde el foso por Mark Wigglesworth, atento a cada compás, a cada cambio, capaz de pasar de un ritmo, de un genero, de un estilo a otros con naturalidad y sin perder comba ni aliento. Apoyado en una eficiente y bien timbrada Sinfónica, en un coro a gran nivel y en los infalibles Pequeños Cantores de Madrid, fue un excelente soporte para las voces, de entre las cuales hay que destacar, como es lógico, a la espléndida mezzo lírica Joyce di Donato, que tantas veces ha incorporado a la monja. La voz clara, bien colocada y apoyada, el vibrato stretto que la adorna, su expresividad directa, cálida, su facilidad para cantar por derecho de manera muy comunicativa prevalecen sobre determinados sonidos fijos y pasajes ligeramente calantes.

El gigantón Michael Mayes, barítono sonoro, de buen metal, extensión adecuada y ciertos toques de gola, compuso un asesino muy convincente por su entrega y corrección musical y por sus dotes actorales.

Measha Brueggergosman fue perfecta Hermana Rose por su cremoso y oscuro timbre y por su nítido fraseo pese a su un tanto sorprendente técnica de emisión, con la cabeza muy echada hacia atrás. De los demás, hemos de mencionar al menos a la mezzo lírica Maria Zifchak, de ataque seguro y seguridad musical, que hizo una convincente madre de De Rocher. Bien asentado Damián del Castillo, barítono de excelente pasta, en el papel de alcaide de la prisión, y en su punto Toni Marsol, barítono también, menos sonoro, pero que hizo un bien calibrado y matizado Orwen Hart, padre de una de las víctimas.

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