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Tradición y respeto

Ultramar. «La Rama y todas las fiestas tienen su código, se trata de disfrutarlas como merecen, a su ritmo» Vicente Llorca

Sábado, 29 de julio 2017, 09:00

Llega agosto, mes licencioso, vacacional y festivo por excelencia. Tiempo de respiro en el que hasta la atascada política se aparca. Otra cosa son los padeceres de demasiados sufrientes de una crisis que, a pesar de los buenos datos que dicen que ya se registran, apuntan los expertos que durará hasta 2020, mientras la brecha entre pudientes y no pudientes se acrecienta. Muchos de estos últimos no podrán ir a ningún lugar de vacaciones, pero como quiera que los hitos festivos se suceden por toda la geografía y a lo largo del mes, hay oportunidades para imbuirse de ánimo festero, reafirmarse en la vida y reclamar el derecho a ser y estar alegre.

Por lo pronto, en unos pocos días llega La Rama. Bueno es aquí repetirse, no en vano esta festividad forma parte de la vida de los canarios. Fiesta inclusiva, como la ha definido la concejal de Fiestas de Agaete, Isabel del Rosario, que trae encuentros que llegan siempre acompañados con un viento que ayuda a arrastrar las malas historias.

La Rama, fiesta de interés turístico nacional, que se quiere, porque lo merece, que sea Bien de Interés Cultural (BIC), en la categoría de bien inmaterial de la cultura popular y tradicional de ámbito local, es eclosión de sentires y goce visual. La alfombra danzarina, incansable, con aromas a brezo y poleo llega, como cada año, bullanguera como «Cho Juana la Chambicú/ bailando la chamelona/ ¡ay quién fuera como tú!/ ¡ay quién fuera como tú!».

Regresa La Rama, que no es ella sola, sino un todo desde la madrugada, con la Diana Floreada, hasta la noche, con La Retreta, que este año cumple 125 años de celebración y que, hablando de tradiciones, haciendo caso al pregonero de este año, Antonio Godoy, Peri, bueno sería aplicarse para que no sea el simple pasacalles de los últimos tiempos que despide el día de jolgorio y recupere la vistosidad de antaño, con aquel aire de espectáculo teatral nocturno, con farolillos y bengalas, que llenaba de magia los lugares por donde pasaba.

Es fiesta y, como tal, elemento de identidad. Es vía de aprendizaje de cuanto en ella se enaltece. Por ello es preciso el respeto a las tradiciones en las que se sustenta. Ninguna fiesta es igual a otra, por eso son encomiables las llamadas a perpetuar los símbolos identificadores de cada una de ellas. Claro que las alertas de hoy son consecuencia de la despersonalización consentida durante años en los que el festejo solo se entendió como objeto de negocio y para ello se permitió que galopase la uniformización en todos los rincones. La misma música, el mismo barullo, el mismo botellón que espantaba a lugareños y fieles, aquí y allá, mientras la inseguridad crecía.

Las fiestas, siendo un reverbero de emociones liberadoras, tienen cada una su código. De respetarlo y prevalecerlo se trata; el problema es que quienes debieran hacerlo se enajenaron durante mucho. Pues eso, que como son un ejemplo de pervivencia de lo nuestro, una llamada a no sucumbir al todo igual, empeñémonos en disfrutarlas como merecen, a su ritmo.

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