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Ricardito Sosa se fue para las chacaritas convencido de que el hombre no había llegado a la luna. No había forma de convencerlo de los adelantos de la ciencia, por mucho que acumulase sobrada experiencia de bodeguero después de vivir todas las penalidades del mundo. Acostumbrado a los trasiegos del vino, sin embargo le atraía el encanto de la cinematografía más que el espeso árbol de la ingeniería aeronáutica. Por eso tenía en su despacho de Las Arenillas más fotos de actrices que de astronautas, y por eso prefería creer que el paseo lunar de Neil Armstrong el 20 de julio de 1969 fue parte de una película, una mentira de los americanos para embobar a la gente.

De esto y cosas parecidas se habla mucho últimamente en conferencias, congresos y jornadas de especialistas. El otro día salió a flote el escepticismo de Sosa en Casa África, a cuenta de un debate con bibliotecarios sobre la era de las noticias falsas. El impacto de internet ha generado varias brechas sociales, y una de ellas es la que inunda la vida cotidiana de mentiras, chismes y otros artificios amplificados por el ruido de las nuevas tecnologías. A ese ruido quieren llamarlo ahora «noticias falsas», o fakes news, cuando no son otra cosa que las trolas de toda la vida pasadas por la batidora de los nuevos escapartes sociales. Umberto Ecco llamó a este fenómeno «la invasión de los imbéciles», porque con un teléfono móvil en la mano, cualquiera se cree agerrido reportero o sesudo analista, como si contar lo que pasa en el mundo saliera gratis. Sólo en lo que va de año, son más de 300 los periodistas muertos o encarcelados por incomodar al poder de turno. El mayor peligro de este fenómeno lo sufren esos que se empeñan en acercar al público las certezas que retratan el mundo y sus discrepancias. Luego cada uno se cree lo que quiera. Pero si son falsas, no son noticias. Son lo que son.

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