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Sólo durante la última semana, los ataques dejaron muertos por decenas en uno de los principales hoteles de la capital y en la sede de Save the Children, ONG dedicada al cuidado de los niños. El sábado lanzaron una ambulancia cargada de explosivos rumbo a un hospital, que estalló en un control policial en el centro de Kabul, junto al mercado. La guerra ha convertido Afganistán en un campo de ensayo de nuevas técnicas de sufrimiento humano, amparada en esa mezcla de aburrimiento y olvido que define la conciencia del cristiano occidental contemporáneo.

Lo exótico de estas zonas de conflicto es que muestran con crudeza la decadencia de la especie humana, la capacidad de generar seres insensibles al dolor ajeno. Afganistán está tan lejos que su población no sueña con emigrar a Europa, ni sus niños se ahogan en playas llenas de turistas. Tienen formas más primarias de destrucción, una asfixia colectiva permanente, una rutina de sangre que ahoga antes de clamar al cielo. Prácticas que mutilaron del siglo XX, pero más lejos. Para los socios de la OTAN, lo que empezó como una batalla para frenar el comunismo ha mutado en una forma de violencia inabarcable, crecida entre las rutas del opio y de la exaltación religiosa. Llevan en esto casi tres décadas.

La repercusión de tales matanzas en territorios de ultramar como el canario tiende a ser nula, porque estas cosas ocurren en plenos carnavales y por el convencimiento social de que ningún mal lejano puede alterar este nivel de soles y salitre. De poco sirven los más de 3.500 millones de euros gastados hasta ahora por España en la misión y los cien cadáveres repatriados. Ahora Trump anda por ahí pidiendo a Europa más dinero y más soldados, porque quiere ganar alguna guerra sin saber cómo. Y aunque no se lo crea, a usted le toca pagarla.

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