Cuando un restaurante consigue el mayúsculo premio de conseguir una ansiada estrella Michelin, equivalente a un Oscar en el sector del cine, por su importancia ... simbólica y mediática, solemos poner el foco en el cocinero o cocinera de turno, que es al fin y al cabo el que gracias a sus creaciones y talento lleva a los inspectores de la prestigiosa guía a otorgarles esa distinción.
Conseguir una estrella no es una labor fácil, desde luego. Los inspectores acuden varias veces al año al citado restaurante, para comprobar que existe una regularidad, tanto en cocina como en sala. No se crea que la estrella es una cosa de una visita, ni mucho menos. En este sentido, la publicación francesa cuenta con unos métodos y un equipo humano muy profesionalizado.
Dicho esto, siempre echo en falta mayor protagonismo al propietario del restaurante en cuestión, el empresario que pone la pasta, y no precisamente en el caldero. No es nada barata la carrera hacia la estrella, y muchos restaurantes se quedan en el camino ante la falta de músculo financiero. Un restaurante de alta cocina, a pesar de la creencia generalizada, no siempre es un negocio rentable. Y los cocineros, es evidente, cocinan muy bien, pero no suelen ser buenos gestores.
De ahí la importancia de ese socio capitalista que cree en ellos, que les ofrecen un espacio, materia y equipo a su medida, y que aguanta pacientemente jugándose su dinero para el mencionado objetivo. No son pocos los grandísimos cocineros que se han lanzado a la aventura empresarial y han salido aterrorizados (y arruinados) de la aventura. Así que otra estrella para ellos.
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