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Los cuatro equipos que llegan esta semana a la cima del Mundial de fútbol en Rusia son un peligro. La pureza de la identidad europea está en juego. Francia, Inglaterra, Bélgica y Croacia desbordan el viejo axioma de la selección nacional. La Europa oficial levanta fronteras, mientras las representaciones nacionales dominan la pelota a base de mestizaje. Si no fuera un negocio, sería una provocación.

La principal favorita a ganar el torneo es Francia, pero la identidad de Francia está en cuestión. En sus filas participan al menos 14 jugadores que proceden de 12 países distintos, en primera o segunda generación, desde Marruecos hasta Camerún o Filipinas. La estrella emergente, Kilian Mbappe, es hijo de madre argelina y padre camerunés, crecido en Bondy, un suburbio de París. La mayor parte de las figuras galas proceden de entornos sociales marginales, donde se acumula la inmigración de antiguas colonias. Del fútbol francés se nutren otras selecciones mundialistas como Túnez, Marruecos o Senegal.

Un formato similar presenta la selección de Bélgica, que reúne en sus filas el mismo perfil sociológico. Hijos de emigrantes como Lukaku defienden la identidad nacional, después de sufrir de niño una infancia de arrabal y sobre todo, de enormes carencias.

El brexit está ya instalado en el fútbol, cuando aún faltan dos años para la ruptura entre el Reino Unido y la Unión Europea. La selección de Inglaterra es la extraña en la cita; todos sus jugadores pertenecen a la misma competición, la Premier. Y Croacia es la metáfora del sureste europeo; sólo dos convocados juegan en la liga local. El país sufre una enorme pérdida de población, y no es por la guerra. Ni por el fútbol. Es Europa, que los llama a trabajar barato. El fútbol es de los pobres.

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