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Canarias, ese territorio insular de apenas 7.447 kilómetros cuadrados, escribe su historia en olas migratorias. Las mayores son las documentadas desde hace unos 3.000 años; primero desde el cercano entorno africano, y luego, la ocurrida en el siglo XV al amparo de la conquista abanderada por Castilla. De estos dos episodios hay notables evidencias, más confusas en la primera por ausencia de escritura.

Por su tamaño, similar en número a estos dos precedentes, se viene produciendo una tercera desde el comienzo del siglo XXI. Lo dicen todos los datos; en el año 2000 la población foránea era el 16% del total, y en el último recuento, ese porcentaje ronda el 30%. La gran diferencia respecto a las olas anteriores es que los nuevos pobladores ya no llegan en barcas. Si se ubicara a los registrados, los más de 600.000 residentes que no han nacido en Canarias ocuparían ya, enteras, las las islas de Lanzarote, Fuerteventura y El Hierro.

Sobre esta remesa importada se asienta el crecimiento de la población en el Archipiélago, con el cambio social que supone. Lo significativo del fenómeno es que se produce en una región objetivamente pobre, con todos los indicadores sociales en rojo (incluidos el volumen y la calidad del empleo), y en un espacio cada vez más reducido, porque mientras el recuento general crece, al menos 22 municipios de las islas pierden población de forma sostenida. O lo que es lo mismo, lo ocurrido hasta ahora con el consumo del suelo y otros recursos escasos no es nada comparado con lo que está por pasar, a la vista del aumento de la presión demográfica en las zonas de mayor concentración. El cambio cultural y político también podrá observarse pronto, en cuanto los recién llegados tengan la oportunidad y las ganas de votar.

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