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Veo uno a uno a los cinco prendas que componen La Manada de violadores más famosa de España y siento asco y vergüenza ajena. Un tribunal los consideró autores de un delito de abusos sexuales, por los que les cayeron nueve años. Con solo dos entre rejas, ya están en la calle, paseándose con caras ufanas, con la alegría que da la libertad y el sentirse queridos por familiares, amigos, vecinos y desconocidos. Mientras, me imagino a la víctima, una joven que no llega a los 20 años, recluida en su casa, deseando que nadie la reconozca, que nadie la señale, que nadie sepa que fue con ella con la que los cinco condenados sevillanos hicieron todo lo que quisieron, sin su consentimiento, una noche de sanfermines.

Leo, al mismo tiempo, una entrevista a Gloria Poyatos, presidenta de la Asociación de Mujeres Juezas de España, magistrada del Tribunal Superior de Justicia de Canarias. Ella tampoco da crédito a lo que está sucediendo. «El auto de La Manada pone a los culpables en posición de víctimas», afirma. ¡Y tanto! Ahora resulta que hay casi nulas posibilidades de que los cinco condenadas por abusos sexuales de forma grupal a una joven reincidan. Y por eso están en la calle. A nadie se le ocurre disertar sobre las posibilidades que hay de que un asesino vuelva a cometer un crimen sin haber cumplido apenas condena. Pero cuando se trata de delitos sexuales, la discriminación, la desigualdad y los estereotipos se suceden sin que la Justicia se rasgue las vestiduras. Dice la magistrada Poyatos que el auto de excarcelación de los miembros de La Manada lo que hace es «banalizar los delitos sexuales, disminuir la culpabilidad de los delincuentes y trasladarla a la víctima». Nada nuevo. La sociedad, una parte dominante aún, salva al macho ibérico mientras condena a la mujer que decide vivir en libertad.

A la par, las mujeres –me da igual si feministas o no– han salido a la calle de nuevo para alzar la voz, para gritar que tienen, que tenemos derecho a volver a casa de noche, solas y borrachas. Es una forma de expresar lo que sucede desde tiempo inmemoriales. Nos llama la atención que las mujeres saudíes puedan, desde hace solo unas horas, conducir un coche, pero no nos espanta que todavía hoy a las mujeres españolas, jóvenes o mayores, nos dé miedo caminar solas por una calle, da igual nuestro estado de embriaguez o nuestra vestimenta. Díganme qué hombre ha caminado alguna vez atemorizado cuando volvía casa; cuántos han aguzado el oído al ser conscientes de que alguien se acercaba tras ellos; cuántos han sido juzgados por ir pasados de copas. Ninguno, ¿verdad?

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