La Casa Blanca alimenta el monstruo de las deportaciones
Inmigración. ·
El miedo a las redadas fuerza a más de medio millón de 'ilegales' a retornar a sus países y condena a otros al confinamientoMercedes Gallego
Corresponsal. Nueva York
Sábado, 19 de julio 2025, 23:37
El miedo funciona. La ofensiva de redadas y deportaciones del Gobierno de Donald Trump ha logrado su primer objetivo: reducir el tráfico ilegal de inmigrantes ... al nivel más bajo de la historia (un 93% menos). El segundo, convencer a muchos de hacer la maleta (600.000, según el Centro de Estudios de Inmigración). Y el tercero, que quienes se queden estén tan atemorizados como para no salir más que de casa al trabajo. Aún así, no hay ningún indicio de que el presidente haya satisfecho sus instintos. La cacería tiene como objetivo deportar a más de 3.000 indocumentados diariamente.
En la «grande y hermosa» megaley de presupuestos aprobada el 4 de julio, Día de la Independencia, se incluyó un paquete masivo de 178.000 millones de dólares (153.072 millones de euros) para recrudecer la aplicación de leyes migratorias. Con esa inversión -mayor que la del resto de las agencias de orden público juntas- se invertirá en detenciones, deportaciones y control fronterizo, en lo que supondrá una expansión sin precedentes del aparato migratorio estadounidense.
Con esa dotación se triplica con creces la capacidad de camas, que pasa de 41.500 a 141.500. Se establece el marco legal para deportar hasta un millón de personas al año. Se multiplica por diez el presupuesto del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) en los próximos cuatro años. Junto con la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP), ambas agencias recibirán unos 130.000 millones de euros adicionales para realizar su labor. Además, los Estados y municipios que colaboren con ellas serán recompensados con miles de millones para reforzar la seguridad, convirtiéndose en una extensión del aparato federal al ser reembolsados por las detenciones y juicios estatales.
Los números son tan masivos que cuesta absorberlos. Lo que no es difícil es contagiarse del pánico que recorre las redes sociales. Los vecinos graban a hurtadillas a las furgonetas de ICE para avisarse unos a otros, como ocurrió la semana pasada en Lilington (Carolina del Norte). «Han tocado a mi puerta, ¡no abran!», escribía Josue Caballero en Facebook. O en los aparcamientos de Home Depot, una cadena de materiales de bricolaje donde los indocumentados suelen ofrecer sus servicios.
Los activistas que graban las redadas en sus teléfonos se exponen a su misma suerte, como le ocurrió a José Castillo, un voluntario de 31 años de la organización NorCal Resist detenido el pasado jueves en Sacramento, mientras su esposa Andrea gritaba desesperada a los agentes: «¿Pero por qué le vais a detener? ¡Es ciudadano estadounidense, tengo su partida de nacimiento!». El agente enmascarado que la bloqueó, armado con chaleco antibalas de camuflaje, le enfocó la pistola de gases pimienta a la cara. «¡Atrás o te rocío!», ordenó.
El Gobierno destina unos 153.000 millones de euros al recrudecimiento de las detenciones y de los controles fronterizos
El temor a la Policía vacía de indocumentados las iglesias y muchos padres nombran tutores y envían solos a sus hijos al colegio
El argumento oficial es que los detenidos «tienen un largo historial delictivo, incluyendo la posesión de narcóticos con intención de distribuirlos», escribió en las redes sociales el jefe de patrullas fronterizas Gregory K. Bovino. Según los datos de la cadena CBS, de los 100.000 deportados entre el 1 de enero y el 24 de junio, cerca del 30% nunca había sido acusado de delito alguno. Y la mayoría de las condenas se debían a faltas de tráfico o delitos migratorios. Menos del 1% había sido sentenciado por asesinato y menos del 2% por delitos sexuales.
Confrontado con esos datos, el mexicano Javier Barajas, quien prestó su restaurante de Il Toro E La Capra a Trump para actos de campaña en Las Vegas, los pone en duda. «Eso dicen», concede. «Yo, personalmente, no conozco ningún caso, pero si eso es verdad, no estoy de acuerdo en que se deporte a gente trabajadora, solo a criminales».
En Nueva York, Valeria, de 45 años, es una de esas paisanas aterrorizadas. Su primo, trabajador de la construcción, fue detenido en Los Ángeles al salir de una tienda en la que se compraba el almuerzo. Después de tres semanas encarcelado, lo deportaron. «Su jefe quiso ayudarlo, incluso le pagó un abogado, pero no hubo manera», cuenta. Otros dos primos también han sido detenidos en Chicago. Este 4 de julio, mientras Trump firmaba la «hermosa» ley, ella y su hermana trataban de decidir si llevaban a su sobrina de 9 años a la playa, llorosa y asustada. El temor a que los agentes de ICE acechen en lugares públicos las ha convertido en prisioneras dentro de sus propias casas. «Ya ni al parque salimos. Hasta el año pasado íbamos mucho a la playa, cada ocho días salíamos a comer por ahí, a tomar un traguito, a los museos. He visto muchísimos conciertos en los veinte años que llevo en Nueva York, pero si me preguntas qué he hecho este año, nada. Mejor no exponernos».
Planes de contingencia
Hasta coger el metro intimida a Valeria, tras dos décadas limpiando casas y cuidando ancianos. Los niños lloran ante cualquier uniformado. Los propios adultos se inquietan al ver a la Policía en el suburbano. «¿Mejor quedarnos quietos o movernos?», se pregunta. Los padres han nombrado tutores y hacen planes de contingencia para dejar atrás a los hijos nacidos en EE UU, con las oportunidades de vida que eso conlleva.
Según un análisis del Centro para Estudios Migratorios (CMS), unos 5,5 millones de menores nacidos en EE UU vivían en 2022 con al menos un progenitor indocumentado, y 1,8 millones tenía a ambos padres sin estatus legal. Estos días, cuando salen rumbo al trabajo, millones de padres no saben si volverán a verlos.
Algunos vecinos han instalado cámaras en la puerta. Otros, cuenta Araceli, también residente de Queens, están liquidando sus cosas para volverse a México. No se arriesgan a firmar la «autodeportación», que el Ejecutiva incentiva con mil dólares y billete de avión. «¿Quién se va a fiar de ellos? La gente prefiere comprarse su carrito, llenarlo de cosas e irse en él», reflexiona. El 14% de los deportados este año proceden del país azteca, según el Departamento de Seguridad Doméstica y el Gobierno de Claudia Sheinbaum.
En California, donde las madres han dejado de acompañar a sus hijos al colegio por temor a encontrarse con furgonetas de ICE, el obispo de San Bernardino Alberto Rojas ha tomado la inusual medida de exentar a sus feligreses de la misa de domingo. «Quiero que nuestra comunidad de inmigrantes sepa que la Iglesia está con ellos y camina con ellos en estos momentos difíciles», escribió a su diócesis de 1,2 millones de feligreses. En el Paso (Texas), los albergues para mujeres víctimas de violencia doméstica han visto caer la asistencia un 25%, dijo al diario 'USA Today' la directora de uno de ellos que, como la mayoría en tiempos de Trump, evita dar su nombre.
Una de las primeras órdenes ejecutivas de Trump fue acabar con la santidad de iglesias, colegios y hospitales. Su gobierno ha roto también con la tradición de no cruzar datos fiscales, lo que durante décadas incentivó a los inmigrantes a pagar impuestos incluso con números falsos.
Si Vanesa no se plantea aún marcharse a su país es porque está en tratamiento de cáncer de pecho y necesita varias operaciones regenerativas. «Lo que más miedo me da es que nos quiten Medicaid», confiesa. Horas después, Associated Press publicó que el Departamento de Salud ha entregado a ICE los datos personales de los 79 millones de usuarios de ese seguro de beneficencia que le ha salvado la vida, incluyendo direcciones y etnicidad, «para poder rastrear a quienes no vivan legalmente en EE UU», dice el acuerdo filtrado por la agencia. El círculo se estrecha.
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