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Esther Pérez Verdú
Jueves, 1 de enero 1970
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Cuando descubrí el reconocimiento de voz en mi móvil, les confieso que me volví adicta a él sobre la marcha. Empecé por preguntarle qué tal estaba y él me respondió que estupendamente. Luego pasé a cosas más complicadas: qué tiempo hace, muéstrame los restaurantes cercanos, qué tengo hoy en la agenda...
El flechazo fue absoluto cuando tuve que utilizarlo como GPS para llegar a aquella calle desconocida y, con solo decirle el nombre, él buscó obediente en Google Maps y me empezó a indicar, paso a paso, como llegar. Incluso cuando me equivoqué de calle varias veces, siguió indicándome amablemente el camino a seguir.
Pero reconozco que la relación se ha vuelto un poco amarga, no sé si por la costumbre. El caso es que su voz me resulta cada vez más robótica y el tener que hablarle siempre en inglés me causa algo de pereza. El colmo llegó cuando quise llamar por teléfono a un contacto de mi agenda el otro día. Iba conduciendo y le di la orden, como tantas otras veces. Pero ese día estaba amulado y decidió que no me entendía el nombre dictado.
Se lo gritaba una y otra vez y él, erre que erre, que no lo entendía. La situación era tan cómica que, si llega a verme un policía, seguro que no me multa de la risa. Así que le he dado un tiempo, al fin y al cabo, en las relaciones complicadas siempre hay que dar una segunda oportunidad.
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