Quien haya pasado por Nepal sabe que no lo olvidará jamás. Ese paisito al otro lado del mundo que, miren por donde, se encuentra, como nosotros, en el paralelo 28.
De nosotros, que habitamos en lo que han llamado, por los siglos de los siglos, las Islas Afortunadas, se ha llegado a decir que somos el último vestigio de aquel esplendoroso continente que se hundió en las aguas, la Atlántida.
De Nepal, toca decir que no fueron los mares, pero sí un terremoto el que ha enterrado para siempre mucha de su belleza y esplendor, que jamás podremos volver a contemplar. Como una Atlántida de tierra adentro.
Cuando aterrizas en Katmandú, ese pequeñito aeropuerto de apariencia plácida, en estos días desbordado y colapsado por el incesante ir y venir de aviones con ayudas y equipos de emergencia, las interminables montañas te sobrecogen y crees haber llegado al Shangri-la, a la Arcadia feliz.
Todo ayuda. El verde valle a los pies de los picos más grandes de la indomable cordillera; la afabilidad, ternura y candor de sus gentes; la armonía en el culto a sus distintas divinidades, porque allí los dioses habitan con los hombres y los templos se suceden. Nepal entero es un templo. Es el país del mundo con mayor densidad de templos y pagodas y el hinduismo y el budismo tibetano conviven con familiaridad. Es tan divino que incluso, al caer la tarde, sólo por unos instantes, cuando ella concede asomarse fugazmente a un balcón para saludar a sus fieles, puede contemplarse a la Kumari, esa niña elevada a divinidad solo hasta la pubertad y que recuperará su condición humana cuando menstrúe por primera vez. Elegida entre otros muchos niños de entre cinco y ocho años no será diosa hasta que contemple sin llorar la matanza de 108 búfalos y pase una noche a solas con las cabezas de esos animales sacrificados y esqueletos humanos. Así, desde el siglo XVI. Es Nepal. Otro mundo, que también es el nuestro. Por eso es inolvidable. Uno allí se incursiona en el tiempo y en la historia.
Pasear por la plaza Durbar, Bodhnath, Pasupatinah, Bhadgaon, Dhulikhel o por las aldeas a pie del Himalaya es entrar en un mundo de filigranas de madera, calles empedradas y ambiente medieval con niños vivarachos y alegres, con mayores de sonrisa eterna, pero también de mirada profunda y dolorida por su condición de pobres extremos.
No tenemos nada que ver con los nepalíes, a primera vista, salvo que habitamos en el mismo paralelo de este mundo redondo; pero, ahora que hablamos de ellos, por su desgracia, convendría que tuviésemos presente que aquí también nos han dicho que habitamos en el paraíso, hasta tropical han llegado a afirmar que es, y no solo lo habitamos sino que, por si alguno no se había dado cuenta, ahora que estamos en campaña, todos nos lo prometen; que también somos frágiles y fuimos pobres. Es más, ahora somos más pobres, más desiguales y estamos menos protegidos que hace apenas unos pocos años, antes del terremoto de la crisis.
No podemos olvidar a Nepal.
@VicenteLlorca