Miseria
Los trabajadores sociales los llaman “casos”. Suben a la estadística oficial cuando ya no queda otra; se atreven a aparecer por la puerta de algún despacho, acaso una ventanilla, después de la última derrota. Llegan arrastrados, like a rolling stone, que dirían el Nobel con su guitarra. Habitualmente por algo que deben y no han pagado; el agua, la luz, el alquiler de la casa, la cuota de algún crédito, el comedor del niño en el colegio. Si encienden la vela será pobreza energética, pero la llama tiene que prender.
Antes de acudir a las ayudas del entorno, el afectado prefiere buscar salidas por su cuenta, en silencio. Ese desgarro no tiene acomodo institucional; a nadie le interesa la vida del vecino. No hay amparo preventivo. Ese tránsito previo no computa más allá de su propio relato. El territorio donde navegan los desesperados apenas cotiza al alza en los certámenes literarios. La prostitución, las drogas, la malnutrición, son ingredientes que refuerzan el sabor la narración.
Por eso la vida de Pepe B. sólo es noticia cuando está de vuelta del hospital, solo y tirado por los suelos como cualquier basura. Y sólo se enteran ustedes de las penurias de Cristina Rodríguez y sus tres hijos porque el Ayuntamiento de Telde necesita un lugar donde guardar los trastos. Qué eficiencia al elegir exactamente el sitio que está ya ocupado por la necesidad de esta madre sin empleo. Por cierto, si quieren saber de crueldades, lean los comentarios que producen en Internet estas dos desgracias.
Son los más recientes, pero no son los únicos. Además de otros conocidos precedentes, están los que no aparecen publicados, esos que no alcanzan a hacerse hueco en las portadas de ancha que es su desgracia, la insignificancia común. Casos perdidos, casos pendientes, casos olvidados. Con la exposición pública de la miseria podría llenarse un diario; en Estados Unidos está de moda, por lo visto.