Lou Reed, poeta en Nueva York
Martin Scorsese dice que la cultura ha dado a conocer dos visiones de Nueva York. Una, la que él vivió en su infancia y retrató en películas como su opera prima Malas calles. La otra, la hermosa estampa que Woody Allen plasmó en AnnieHall o Manhattan. Lou Reed también hizo su propia guía. Una ciudad más áspera, con camellos y chaperos agazapados en las esquinas. Donde un hombre de pie canturrea I waiting for my man, aguardando que su traficante aparezca con una dosis.
Lou Reed falleció el pasado domingo a los 71 años. Esta vez era cierto, no era uno más de los bulos que le acompañaron durante sus siete décadas de existencia, donde le mataron más de una vez.
Reed adoraba a García Lorca, y como él, era un poeta en Nueva York. Un joven nacido durante los años de la Segunda Guerra Mundial, al que se familia sometió a tratamientos de eloctroshock durante su infancia, dicen que para atemperar sus instintos bisexuales. De nombre original Lewis Allen, fue un personaje ilustrado. Estudio literatura creativa y en la Universidad de Siracusa fue uno de esos alumnos obstinados que discuten sobre filosofía en voz alta. Delmore Schwartz, poeta nacido como el propio Reed en Brooklyn, fue una de las personalidades que conoció allí. Y dicen que fue el principal instigador, el animador que llevó al músico a enfrentarse con sus propios textos. Tras unos años de escritor de canciones por encargo para jóvenes grupos de pop, se unió al galés Jon Cale para formar junto Sterling Morrison y Maureen Tucker hoy integrante del Tea Party una banda referencial como The Velvet Underground.
El músico de Brooklyn puso voz a una generación y a un estilo de vida. Dylan narró los acontecimientos desde la óptica rural de un muchacho de Minesota, Reed lo hizo desde el asfalto de la Gran Manzana. Aquel rock ruidoso que protagonizó con la Velvet Underground era alquimia neoyorquina, con todo el folclore a cuestas, desde las excesivas bacanales que se vivieron desde el apartamento-estudio de Andy Warhol en la calle 74.
Lou Reed lega una obra irregular, nada sólida. Su último trabajo fue un esperpento. En 2011 se encerró en un estudio con una de esas múltiples bandas que reconocieron su admiración e influencia, Metallica. Parieron Lulu, un engendro. De esos hubo unos cuantos en la carrera de un hombre arisco, artista conceptual, y creador de legendarias maravillas líricas.
Y es que era tan proclive al horror como a la excelencia. Fue el autor de la canción más hermosa sobre el descenso a los infiernos. Perfect Day, su piano majestuoso interpretado por Mick Ronson guitarrista de David Bowie, con quien creó una de los mejores triángulos de la historia del rock junto al salvaje Iggy Pop y su descarnada letra de adicto a la heroína es una de las evocaciones más maravillosas de la música contemporánea que todavía hoy estremece a quien la escucha por primera vez.
Reed vivió como compuso. O mejor, lo que componía está inspirado en sus propias vivencias. Cuando hablaba en Transformer de caminar por el lado salvaje de la vida no lo hacía como metáfora. Estaba contando lo que estaba haciendo. «David y Mick Ronson hicieron un trabajo increíblemente difícil en la grabación de aquel disco, mucho más de lo que esperaban cuando se ofrecieron a ello. Lou estaba totalmente destrozado, era la caricatura de un drogadicto», le contó Dai Daivies, testigo de cada jornada de grabación, al biógrafo de Bowie Paul Trynka.
Reed siempre mantuvo esa aura de chico difícil. Siempre hosco, embutido en una camiseta negra de diseño, un hombre rudo al que quienes conocía de cerca describen como una fachada grosera sobre un ego inestable. Otra anécdota con Bowie, imán y vampiro del de Brooklyn en la década de 1970, ilustra su carácter. Ésta fue contada por su guitarrista Chuck Hammer y escrita por un redactor del desaparecido semanario británico Melody Maker que también presenció la escena. Llevaban tiempo sin verse cuando Bowie se acercó a un concierto en Hammersmith de la gira de un Reed arruinado y enganchado a la bebida de 1979. Tras el reencuentro fueron a cenar a Chelsea. Cuentan que Reed le preguntó si produciría su próximo disco, a lo que Bowie respondió «sí, si te pones las pilas». El neoyorquino respondió con dos bofetadas mientras gritaba «eso no me lo vuelvas a decir jamás», pura ciclotimia errática.
Reed fue reconduciéndose con los años. Siguió escribiendo y grabando. Hizo cosas maravillosas, otras peores, pero nunca volvió a dejar registrado nada similar o que tuviera el impacto de lo que había hecho entre los primeros discos con la Velvet y sus primeras obras en solitario. Quizá New York, un trabajo de 1989 que muchos compararon con el sonido de grasa rockera de la Velvet, recuperó en algo el ascendente del malencarado genio de Brooklyn.
Pero lo que nadie podrá jamás negar es su influencia y su prestigio. Incluso en sus colaboraciones. Damon Albarn le llamó para su proyecto de Gorillaz, con quienes grabó una canción en su álbum Plastic Beach. O The Killers, a los que mejoró aportando una atmósfera gótica y sobrecogedora en Tranqulize.
En la leyenda quedará para siempre esa imagen chulesca, altiva y genial. Ese hombre parado en seco junto a un objetivo, que en los últimos años de su vida compartió el talento plástico de su esposa la artista Laurie Anderson. Queda ese hombre que también amamantó el rock urbano en castellano. Burning, hoy suburbiales, pero padres de uno de los grandes himnos de todos los tiempos en la música española ¿Qué hace una chica como tu en un lugar como este? , siempre han dicho que si a aquellos chavales del marginal barrio de La Elipa les dio por montar una banda, fue por aquellas historias de un Nueva York para desarrapados que les llegaban de los discos de Lou Reed mutilados por la censura franquista que les llegaban.
Lo dijo Ginés Cedrés al conocer la noticia en este periódico. «Ha muerto el músico, nace el mito».