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Hannah Arendt, la necesidad de comprender

Hannah Arendt, la necesidad de comprender

Viernes, 17 de julio 2020, 09:24

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Y del mismo modo que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban compartir la tierra con el pueblo judío ni con ciertos otros pueblos de diversa nación -como si tú y tus superiores tuvierais el derecho de decidir quién puede y quién no puede habitar el mundo-, nosotros consideramos que nadie es decir, ningún miembro de la raza humana, puede desear compartir la tierra contigo. Esta es la razón, la única razón, por la que has de ser ahorcado». Con esta frase terminaba la crónica que Hannah Arendt escribió para el New Yorker sobre el juicio a Eichmann. Dos años después, en 1963, publicaba sus artículos en forma de libro bajo el título de Eichmann en Jerusalén.

Coincidiendo con el 50 aniversario de la publicación la directora alemana Margarethe von Trotta presenta Hannah Arendt, una película en la que recoge los días en los que la filósofa seguía el juicio y exponía su controvertida teoría a propósito de la «banalidad del mal». ¿Puede ser banal el mal? Karl Adolf Eichmann (1906-1962) fue condenado a muerte tras un juicio en Israel. Se le acusó de genocidio pues fue el encargado de la organización de la logística de transportes que condijeron a millones de judíos a los campos de concentración nazis y a las cámaras de gas. A Eichmann lo había secuestrado un grupo de élite de los servicios secretos israelíes tras descubrirlo viviendo bajo otra identidad en Argentina. Entró como soldado raso en las SS en 1932 y diez años después fue teniente-coronel. En su defensa siempre alegó que las acciones que cometió respondían a la «obediencia debida». En este contexto Arendt se da cuenta de que, como recuerda Victoria Camps, el concepto kantiano de «mal radical» que había aplicado a los totalitarismos, ya no sirve. «Ahora estoy convencida de que el mal nunca puede ser radical, sino únicamente extremo, y que no posee profundidad ni tampoco ninguna dimensión demoníaca». El mal, dirá Arendt en Eichamnn en Jerusalén, «desafía al pensamiento porque éste intenta alcanzar cierta profundidad, ir a la raíz, pero cuando se trata con la cuestión del mal esa intención se ve frustrada porque no hay nada. Ésa es su banalidad». Lamentablemente el término que utilizó la filósofa, de origen judío, acabó volviéndose contra ella. Para muchos era incomprensible que Arendt hablara de «banalidad» cuando se había aplicado la «solución final» a millones de personas. Pero lo que trataba de hacer Arendt era «comprender», lo que algunos interpretaron como «empatía» o «un misterioso acto de meterse dentro de los estados mentales de un sujeto externo», utilizando las palabras de Jürgen Habermas. Hannah Arendt nació en Hannover, Alemania, en octubre de 1906. Durante su infancia, confesaba en una entrevista televisada realizada por Günter Gauss en 1964, no se había sentido «judía». Su familia no era practicante. Sin embargo, explicó, llegó un momento en el que se hizo un «vacío» entre los otros y los «judíos» y comprendió en qué lado la habían situado. Renegó de la filosofía, «no soy filósofa» decía, pese a que realmente sin ésta no podía pensar. Pero el círculo de «intelectuales» que se creó en la Alemania nacionalsocialista hizo que huyera de una identidad que no reconocía como propia al temer, como le ocurrió a su admirado Heidegger, que finalmente uno se siente superior a los demás. La «mentalidad extendida» que defendió la autora hasta su muerte en Nueva York en 1975 trataba precisamente de «ponerse en el lugar del otro». Y quizás fue lo que practicó con Eichmann, y concluyó que lo terrible era que el militar nazi era «normal», salvo quizás, por las «compañías» que había elegido. «Nuestras decisiones sobre lo justo y lo injusto dependerán de la elección de nuestra compañía, de aquellos con quienes deseamos pasar nuestra vida», escribe en Algunas cuestiones sobre filosofía moral. Arendt entendió que la maldad era una posibilidad de la propia condición humana, pero cree que, como apunta la filósofa española Fina Birulés, el terror totalitario deber ser analizado desde su carácter de «sin precedentes». «La cuestión está en que Hitler no era como Gengis Kahn y no era peor que otros grandes criminales, sino enteramente diferente. El asesinato en sí, el número de víctimas o el de personas que se aliaron para perpetrar tales crímenes no es lo que carece de precedentes. Es el absurdo ideológico que lo provocó, la mecanización de su ejecución y la institución cuidadosamente programada de un mundo de moribundos donde ya nada tenía sentido lo que no tiene precedentes», escribía Arendt. Establecida en Nueva York desde 1941, cuando Francia fue ocupada por Alemania, Arendt comenzó a preocuparse por la violencia que la había hecho abandonar su patria. En 1951 publica Los orígenes del totalitarismo, posiblemente uno de sus libros más conocidos y que le valió las críticas de la izquierda por haber igualado el totalitarismo nazi con el comunista, algo que puede ser corriente ahora, pero no en esa época. . En 1963 ven la luz dos publicaciones suyas, Eichmann en Jerusalén y Sobre la revolución. Y no será hasta 1969 cuando publica otro de sus textos más conocidos, La condición humana. Curiosamente, si su tesis sobre la banalidad del mal le hizo granjearse las antipatías de los judíos, siendo ella misma judía, La condición humana fue la excusa de algunas feministas, siendo ella misma mujer, para rechazarla como pensadora por la «invisibilidad» a la que las sometía. Sin embargo, quizás como en el primer caso, explica Seyla Benhabib, sea necesario profundizar e ir «de los márgenes al centro» en un ejercicio hermenéutico que nos revele a la Arendt autora de textos como Rahel Varnhage. Habrá que estar de acuerdo con Manuel Cruz cuando en el prólogo de El siglo de Hannah Arendt (Paidós), afirma que Arendt es «una de las pensadoras sin ningún género de dudas más importantes del siglo XX, cuya sombra se proyecta, lúcida y malhumorada, sobre el futuro». Una pensadora que jamás, añade, pretendió ser «concluyente», y quizás ahí esté su legado, en que podemos seguir pensando «con ella o contra ella».

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