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Un merecidísimo y acertado homenaje en la Casa Museo Pérez Galdós, conmemorando el centenario de su nacimiento, nos trae a la memoria aunque debo decir que de la mía nunca se ha marchado, es más, recuerdo en muchas ocasiones sus visiones de la isla en tramos de mis carreras y paseos por El Monte Lentiscal- la presencia aún cercana de un señero e ineludible escritor, periodista e intelectual grancanario del siglo XX, Antonio de la Nuez Caballero. Y diré, al hilo de lo que allá por 1876 apuntaba Agustín Millares Torres a propósito del homenaje que se tributaba entonces a Bartolomé Cairasco de Figueroa, que si son importantes estos actos, los descubrimientos de bustos, la rotulación de calles (la de Antonio de la Nuez está en el barrio de Piletas, mirando al histórico Barranco de Jacomar, junto a otros grandes artistas de esta isla como José María Millares Sall, Pino Betancort, Paquita Mesa, o Patricia Medina), más aún será aprovechar la ocasión para retomar la lectura de su obra, difundir sus libros en centros escolares y universitarios e incluso ver la forma de reeditarlos, en una edición completa de sus trabajos, de forma que no sólo quede el testimonio marmóleo de la existencia de un destacado escritor y periodista en recortes de prensa, rótulos de vías públicas y palabras encendida que luego, en la penumbra de la madrugada, se apagan poco a poco, sino que su legado quede al alcance de todos con el verdadero objeto para el que lo creó: el disfrute de sus lectores, el ser una vía y una herramienta utilísima para comprender mucho mejor la isla y el entorno inmediato donde hemos nacido y los caminos físicos y espirituales por los que alcanza su universalización. El mismo llegó a plantearse como el «escritor vive en una isla. La isla está rodeada de agua como todas las islas. Pero esta isla presenta la particularidad de que es la isla del escritor. Está hecha con un poco de ocre, otro de gris, azul, muy poco verde, y luz blanca solar, muy violada. ¿Cómo podría un pintor pintar la isla?», se pregunta el escritor. «Es imposible». Antonio de la Nuez Caballero, Las Palmas de Gran Canaria 1915-2004, no se conformó con estudiar dos carreras, Derecho y Filosofía y Letras, con titularse como periodista y como Perito Mercantil, con aprovechar su carrera militar, como sus destino en África y en el Servicio Histórico Militar del Alto Estado Mayor Central, para redactar unos tratados utilísimos sobre Geografía de África Occidental y Ecuatorial Españolas y Campañas de Marruecos, con ser un profesor de bachilleres y de universitarios en el ámbito de la literatura, el latín y el griego, que sus alumnos buscaban para participar, además de en sus clases, en buenos ratos de tertulia y de reflexión pues sabía mostrar sus ideas y opiniones con enorme pedagogía y fundamento, al tiempo que con una amenidad que hacía muy atractivo todo lo que exponía, algo que también tuve la suerte de compartir durante años en reuniones en el Café Madrid, en el montelentiscaleño Bar Bentayga o en paseos por Vegueta y Triana, ese ágora en el que buscaba la sonrisa de nuestra ciudad, o con convertirse en un brillante periodista, sino que entendió necesario recorrer otros caminos, y si descubrió un Madrid en el que se sumergió en sus ambientes universitarios y literarios, pronto también decidió cruzar el Atlántico, ese mar sobre el que observó navegando a las gaviotas isleñas «a mucha altura, a la hora del atardecer, y en esos días limpios y tranquilos, tersos, suaves, luminosos, con al atmósfera diáfana, transparente del tiempo en que ha cesado la lluvia, marchando con rumbo noroeste desde La Laja, San Cristóbal o la costa del Mercado», para instalarse durante tres lustros en esa Venezuela que también amó profundamente, en la que hizo hasta de Cronista Oficial de la Corporación Municipal de Guayana, a la que redactó durante seis años unas ingentes y completísimas memorias anuales y coordinó su departamento de ediciones, en la que conformó proyectos como la Revista del Zulia, al tiempo que se encargaba de las relaciones culturales de la Embajada de España, trabajaba de corrector de estilo en la editorial de la Universidad Central, y abría la Cátedra de Lengua y Comunicación en la Universidad Metropolitana. Aquella Venezuela prodigiosa y onírica de tantos isleños que también pudo compartir con Agustín Millares Carlo y que recordaba al decir como «D. Agustín fue para mí, más bien el de los viajes relámpago a Caracas, de las taguaras por Sabana Grande, como aquella del sótano alemán () y las tardes en la terraza de las Méndez, en San Bernardino. Vinieron después los cielos pasando su paño de mariposas amarillas en la tarde violácea de la Universidad, y los cafés en cualquier bar de El Silencio». Ya de regreso en su isla no dudó en recopilar sus impresiones sobre ella en un emocionante libro, magníficamente escrito, La isla (1979), que hoy merece una nueva edición que lo ponga al alcance de todos los grancanarios que, a buen seguro, encontrarán en sus páginas un preciso retrato de su alma, de su ser y sentir, y se aprecia en una prosa que resuma toda la poesía que estas peñas atlánticas encierran «pero ahora nos interesa el perfume de la isla. ¿Será el perfume de sus jardines? Es tentador atribuir a la isla el perfume de las magnolias. Pero no es exacto. ¿Será el perfume acre de los plantanales, húmedos, estercolados, recién cortados los racimos? Quizás esté más cerca. Pero no olvidemos a la isla. La isla implica mar. El perfume del salitre y de las algas es el más insular. El de la brea en los barcos. El olor del puerto, que marea. El del pescado semipodrido. El del polvo de los muelles». Ahora, a los cien años de su nacimiento, le recordamos y debemos dar a su obra toda la trascendencia y actualidad que merece y que los grancanarios requieren en su parnaso cultural. Muchos son los títulos de sus libros que debería recordar, pero hoy quiero ver en su mirada esa isla donde «el escritor también fue niño y supo del gusto a las arenas de la playa».
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