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Una vigilante espera paciente en el hotel. pío garcía
El tótem de la ley
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El tótem de la ley

Tokio blues (ii) ·

Los vigilantes velan con absoluta dedicación para que nadie se salte la cuarentena

pío garcía

Tokio

Miércoles, 21 de julio 2021, 11:33

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A los tipos que nos vigilan los sustituyen cada ocho o diez horas. Ayer había una mujer. Me gustaría asistir al cambio de guardia para ver cómo les crujen las articulaciones. Aguantan toda la jornada rectos, tiesos como los palos de enderezar las tomateras, marciales, graves y silenciosos. No cruzan las piernas, no se levantan. A veces paso a su lado y me dan ganas de echarles una moneda a ver si hacen algo. No hablan ni siquiera con la señorita de la recepción, a la que miran fijamente porque a algún sitio hay que mirar, pero con la que no cruzan ni un vaya calor que hace hoy, señorita Tanaka. Llevan una gorrilla azul que pone 'security'. A su lado hay unos folios.

En realidad, no sabemos a ciencia cierta si nos vigilan porque es la suya una presencia totémica y ferozmente inmóvil, pero nos infunden una especie de temor religioso que nos impide saltarnos la cuarentena. Ayer bajé a estirar las piernas a la recepción y quise trabar conversación con el hombre que estaba vigilando. Era un tipo gordo, que parecía ligeramente comunicativo. Le pregunté por los folios que tienen en la mesita. Me miró estupefacto, como si hubiera cometido un sacrilegio gravísimo o un atrevimiento inaceptable, farfulló algo en japonés y giró el cuello con violencia hacia otro lado. Al menos conseguí que moviera las cervicales.

Del hotel nos dejan salir un cuarto de hora para buscar comida en las tiendas del vecindario. La alternativa es que nos muramos de hambre, lo que probablemente daría mala imagen de la organización, así que nos permiten ese pequeño esparcimiento. A eso de las doce del mediodía vi a unos periodistas escandinavos (supongo que serían escandinavos porque eran rubios y me sacaban dos cabezas) firmando en los folios de la mesita. Al parecer, aunque nadie nos ha dicho nada, debemos dejar constancia de la hora de salida y de la de regreso. Nosotros, sin embargo, solemos irnos a las bravas, como si nos alejáramos silbando del lugar del crimen, un poco por pereza y otro poco por ver si así provocamos de una maldita vez la reacción airada del vigilante, que sigue imperturbable y con la mirada perdida. Tampoco se crean ustedes que luego andamos quemando Tokio: yo aprovecho la clandestinidad para comprar pollo frito y triangulitos de arroz.

A los vigilantes, por supuesto, no los he visto nunca comer. Ni siquiera beber. No me extrañaría que fueran a pilas.

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