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Una mirada artesana y poética de Lanzarote

Una mirada artesana y poética de Lanzarote

Cada película es un paisaje, existencial o tangible. En mayor o menor medida, en la gran pantalla cobra vida un entorno concreto, real o ficticio, rural o urbano, terrestre o galáctico, en el que se desarrolla la acción que capta la atención del espectador. La mirada poética, reflexiva y cristalina del director José Luis Guerin (Barcelona, 1960) se ha detenido en la isla de Lanzarote gracias a una propuesta de la Fundación César Manrique. El resultado ha sido el cortometraje titulado De una isla, que tras su estreno el pasado martes en los Cines Atlántida de Arrecife, empieza ahora su recorrido por festivales, filmotecas y las distintas sedes del Instituto Cervantes, asegura el propio cineasta catalán.

Jueves, 1 de enero 1970

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Guerin explica que el espectador se topará con una isla conejera «muy personal». «La película es una interpretación de Lanzarote. El proyecto nace como un encargo de la Fundación César Manrique, aunque yo no hago diferencias entre las películas que parten de mí y las que nacen de un encargo. Lo importante es si te implicas o no. Yo me he implicado de lleno. He contado con unos guías excepcionales para conocer la isla. Desde la Fundación me han dado algunas pistas sobre la isla y me han aportado mucha documentación», explica el Premio Nacional de Cinematografía 2001.

Para preparar De una isla, el autor de En construcción (2001) se transformó «en un detective» que acude «a interpretar los paisajes que configuran la isla a partir de huellas e indicios» que se encontró durante los recorridos que llevó a cabo por este territorio insular. Así nace esta película «paisajística», donde el territorio «no tiene una categoría decorativa, sino argumental», ya que Guerin, explica, lo convierte en «pura significación».

El responsable de títulos como Tren de sombras (1997) y En la ciudad de Sylvia (2007) recorrió durante «unos diez días» la isla antes de rodar. Después, durante otros diez, filmó la pieza cinematográfica.

«Fue un rodaje íntimo y pequeñito, donde he querido recuperar el viejo celuloide. Lo hice instigado por la propia idea de la reivindicación del artesano, que encarna César Manrique. Quise volver a trabajar el celuloide fotoquímico, para trabajar las texturas minerales de esta isla. El nitrato de plata del propio celuloide, con su textura que se funde con el basalto... Y rodé en blanco y negro», explica sobre este cortometraje de 26 minutos.

Antes de ponerse detrás de la cámara, José Luis Guerin dialogó con la isla que inspira su nuevo trabajo. Algo que, confía, lleve a cabo también el espectador. «Espero que se implique, que redescubra ese paisaje y dialogue con el mismo. Esa es la aportación más importante de César Manrique, que late en el origen del proyecto, aunque no se trata de una película directa sobre su figura. Late su humus y su inspiración, que es el paisaje de Lanzarote. Es un artista que tiene una obra rica y diversa, en disciplinas como la pintura, la escultura y la arquitectura. Lo que más me fascinó al conocer su trabajo fue su lado inmaterial, que concierne a la idea de interpretar y poner en valor el paisaje. No creo que haya muchos equivalentes en la historia del arte de un artista que, casi en solitario, a través de la creación de miradores e intervenciones en las carreteras, logre reinterpretar y dar una conciencia sobre el paisaje. Me parece de una trascendencia extraordinaria», comenta sin ambages.

En ocasiones, de forma sutil, apunta, César Manrique «creaba las condiciones para mirar». «Su valor va mucho más allá. Por ejemplo, su idea de proponer una carretera, que frente a las líneas rectas se adapta a la orografía del terreno con unas formas más sinuosas, desde un punto de vista cinematográfico crea algo que resulta apasionante, como es una secuencia visual. Ese ideario, para un cineasta, es sumamente estimulante», defiende José Luis Guerin.

Gracias a este proyecto cinematográfico profundizó en la figura y la obra de Manrique, al que conocía «superficialmente». También pudo poner en práctica su personal forma de entender su oficio. «Una película, para mí, pasa primeramente por vivir una experiencia, para después trasladarla al espectador. Es una relación triangular. Si no vivo esa relación, no puedo dar nada al espectador. La experiencia empieza en uno mismo y en aprender del paisaje. Se trata de algo que está muy presente en el arte, donde los artistas han buscado las enseñanzas y las revelaciones de la naturaleza para después reinterpretarla. Lo que he aprendido está en la película. La película es el mensaje», subraya.

Una vez culminados sus recorridos previos y el trabajo de documentación, Guerin llevó a cabo un «trabajo de síntesis». «Cuando recorres la isla, tienes el deseo de capturar muchas imágenes, pero hay que obedecer a una disciplina. ¿Cuál es la imagen esencial, la parte que me da el todo? Ese es el reto del cine. En un momento donde las imágenes se han banalizado tanto, donde todos tomamos imágenes con el móvil, el cine debe tener una vocación de dar una imagen sintética y esencial, que sea capaz de encerrar muchas imágenes. Debe instaurar una imagen nueva en la mente del espectador. Para mí, una película no se agota en la imagen proyectada en la pantalla, sino que ésta debe proyectar una imagen mental en el espectador. La que nace en el espectador es la que interesa. La que se ve en la pantalla es un medio. Si se agota todo en la pantalla, sucede como con la televisión, son imágenes banales que se lleva el viento», apunta.

Rechaza que su cine se dirija a un espectador culto, lo que le pide es que sea «curioso». «El riesgo que corremos hoy los cineastas es encontrarnos con un espectador resabiado. Ha visto tantas imágenes que nada le sorprende. Ante eso, la tarea de un cineasta y de un creador en general es buscar la manera de sorprenderlo. Hay que implicarlo, dejar un margen que solo puede acabar en la cabeza del espectador, una vez lee la pantalla. La imagen, como las palabras, también se lee. Frente a un cine que busca más a un consumidor, también debe existir otro cine que busca implicar, no con tareas sesudas, sino con el propio fluir de la película. Así, sin darse cuenta, el espectador a medida que lee las imágenes colabora con la película y la hace propia. Si no se produce ese intercambio entre el espectador y el autor, el cine deja de ser comunicación y se convierte en algo que es solo de consumo», lamenta.

Esta perspectiva diferencia y aleja en gran medida a Guerin de los cánones impuestos en el seno de la industria cinematográfica actual. Lo sabe y lo asume con naturalidad, hasta tal punto que considera no es mucho tiempo los casi tres años que han pasado desde su último largometraje estrenado, La academia de las musas. «Yo tengo un tiempo más artesanal. Es un tiempo distinto al industrial. Mis películas suelen ser bastante solitarias. Me tomo un tiempo para investigar en el guion. Es un tiempo que me permite gozar, más allá de la fabricación de la película. Lo llevo muy bien, porque hago lo que de verdad me gusta. Entiendo el cine más como una vivencia que como una profesión. El cine me ayuda a conocer y a vivir más intensamente las cosas. Es lo que me ha sucedido en Lanzarote», reconoce entre risas al otro lado del hilo telefónico.

Reconoce que su espacio «simbólico» cuando habla y piensa sobre el cine se desarrolla en una sala. Pero esto no le impide ser consciente de la nueva realidad de la exhibición y las formas de consumo. «La realidad de la exhibición ha cambiado completamente. Es muy difícil acceder a las salas, fuera de las grandes ciudades. Una minoría tiene la suficiente entidad para lograr que un producto minoritario sea rentable. En las ciudades pequeñas eso no sucede, se quedan sin ese cine. Por suerte, existe un crecimiento de los festivales y está la labor de los centros y los museos para cubrir las carencias», aunque anhela los antiguos «cineclubs». «Los festivales ya no son solo un escaparate, también tienen que dar cuenta del nuevo cine. Echo en falta la tarea humilde de los cineclubs. El peligro que tienen los festivales es que se concentran muchos títulos en poco tiempo. Los cineclubs permitían a los cinéfilos un contacto continuado con ese cine más minoritario», recuerda.

Lo que no hace es «demonizar» las plataformas de internet, a pesar de su apego natural por las salas de proyección convencionales. «Se están gestando y naciendo espacios alternativos en las plataformas. Son más difíciles de transitar, pero se puede sobrevivir y abren nuevos espacios. Es la diferencia entre una autopista y los pequeños senderos. Las autopistas son más cómodas, pero los senderos más solitarios te descubren, poco a poco, hacia a dónde puedes ir. Yo estoy por los senderos», reconoce a modo de metáfora.

«Cuando hago una película, sé que solo una minoría la verá ahí. La mayoría lo hará en una pantalla del ordenador. Como creador necesito hacer abstracción, porque si al hacer un encuadre piensas cómo se verá en un ordenador... Está la oscuridad del claroscuro. Considero que en esas tonalidades está el hechizo del cine. En un ordenador es un desastre, porque en la pantalla se refleja la cara del espectador», reconoce mientras asume que también se ha perdido la liturgia social que implicaba acudir al cine.

«En España, el cine en los pueblos era como una misa laica. La gente se encontraba, se saludaba y compartía la experiencia de la película. Hoy el cine es un placer solitario. Se ve la película en un ordenador, casi con la misma actitud con la que se lee un libro en casa. Es una pena. El cine vivió casi una utopía en la primera mitad del siglo XX. Además de ser un gran arte, fue una industria de masas. Fue un arte popular. Con el cine moderno cambia todo y se bifurcan la industria y el arte», comenta.

Continúa con esta reflexión mediante una mirada histórica. «Antes, el cine estaba en el centro, ahora ocupa un lugar secundario. Es una paradoja que, cuando yo era joven y quería hacer cine, ni había libros de cine ni existían las escuelas de cine. Pero sí que habían cines en todos los pueblos. Ahora, hay muchos libros, escuelas de cine y muchos jóvenes quieren hacer cine, aunque apenas han visto cine. Es un momento de decadencia. Los propios cineastas somos un ejemplo. Cuando este arte vivía su mejor momento, los cineastas no teníamos que hablar en público. Las películas se vendían solas, ahora toda la promoción se basa en nosotros para intentar que el público vea la película».

Esta función le tocará asumirla ahora con De una isla y con su próximo largometraje, en cuyo guion ya trabaja y que espera tener finalizada en un año y medio, aproximadamente.

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