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Lejos del ámbito romántico

Lejos del ámbito romántico

«¿Y la música? Vayamos por partes. En lo que toca al foso, el germano Dan Ettinger hizo sonar con fortuna a la orquesta y mantuvo mano firme en todo momento»

Arturo Reverter / Las Palmas de Gran Canaria

Jueves, 1 de enero 1970

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La técnica del claroscuro, el poderoso trazo, la dimensión poética, la profunda mirada moral que atesora el Fausto de Goethe no han sido nunca del todo satisfactoria y fielmente reflejados en la música; y son muchos los compositores que se han acercado a una obra maestra que tardó 60 años en ser culminada. Berlioz quizá fue más allá que otros más cautos y conservadores, más planos y superficiales. Barraud apuntaba que ante la formidable ebullición de ideas que contiene la obra de Goethe es precisamente Berlioz el que retuvo algunas de las mejores virtudes del texto, aunque su visión, a la postre, fuera muy incompleta.

Los libretistas, Barbier y Carré, transformaron a Fausto, como señala Sternfeld, de un buscador de conocimiento (o de experiencia, o de poder) en un tópico amante de ópera a la hora de preparar el libreto para Gounod. En el haber de éste, aparte de la concepción melódica, hay que poner el buen uso, de forma muy fiel al original goethiano, de los pasajes más líricos y poéticos. Hoy en día nos parece que el asunto de Faust, tal y como está tratado resulta en extremo convencional. Ha de actualizarse para que pueda ser creíble o para que pueda prender nuestra atención –con independencia de la belleza de ciertos instantes o la calidad de determinadas melodías- con una inteligente puesta en escena.

A lo largo de su existencia, Gounod vivió un conflicto entre sus tendencias místicas y sus tentaciones. De raíz, cambió el equilibrio entre los personajes. Donde Goethe ponía el acento en el drama de Fausto, relegando a Margarita a un discreto segundo plano, pues a veces también el primero es ocupado por Mefistófeles, Gounod sitúa a la joven prácticamente como protagonista. Fausto queda por tanto relegado a un término muy gris. Lo que, teniendo en cuanta además el modo en que se desarrolla la historia, resulta poco interesante.

Una concepción escénica que intente quitar algo de polilla a la obra, que la ponga en otra órbita, que la remoce, que abra en ella otras vías de acceso, ha de ser por tanto bienvenida. Por eso teníamos interés en ver esta nueva producción del Teatro Real en coproducción con De Nationale Opera & Ballet de Amsterdam firmada por Àlex Ollé de La Fura dels Baus, cuya fantasiosa visión hace un par de temporadas de El Holandés errante de Wagner, aun siendo discutible en tantos aspectos, entre ellos la ausencia de una elevada poética de la dimensión redentora, diluida en formalismos, en prosaicas elucubraciones, en apariencias, en gestos y en redundancias, revelaba un aliento creador, una vigorosa edificación del drama.

Aquí, en esta vistosa concepción del Fausto, llena de efectos, poblada de efectismos, de manierismos, el protagonista parece ser un científico empeñado en la búsqueda de un cerebro electrónico, un experto en el manejo de ordenadores, una suerte de Steve Jobs; un insatisfecho que parece encontrar en el diablo una suerte de alter ego y que acaba por identificarse con él en una extraña, curiosa e improbable simbiosis. Algo que de todas formas no se aprecia demasiado en el desarrollo de la acción y en lo que caemos cuando ambos personajes visten el mismo ropaje en el último cuadro. Ese pensamiento de fondo, esa transformación, que no creemos esté del todo justificada, da pie para un imaginativo viaje en la colorista, funcional, más bien fea y muchas veces chabacana puesta en escena.

En ella sucede un poco de todo y se da paso a las más acadabrantes y con frecuencia distorsionadoras imágenes: coristas y figurantes del más variado pelaje en la Kermesse: jugadores de fútbol, soldados americanos de misiones especiales, mujeres de enormes pechos –siempre presentes-, maniquíes vivientes... Una multitud abigarrada y desnortada. Hay soluciones e invenciones inesperadas, extravagantes y nada explicables. Por ejemplo, que Mesfistfeles aparezca en el acto IV, en la secuencia de la iglesia, con la apariencia de Cristo Crucificado mientras lanza sus soflamas a Marguerite; o que Marguerite ahogue a su hijo recién nacido a la vista del público en una urna de metacrilato. No parece de muy buen gusto.

Durante toda la representación se bombardea al espectador con continuas leyendas y definiciones que se proyectan en el fondo del escenario, las más de las veces con calificativos alusivos a los distintos personajes: Valentin, el Hostil, Valentin, el Perdedor, Siebel, el Ingenuo, Wagner, el Peón, y otros... O “o cometers actos impuros”. El trasiego en escena es permanente y llega a fatigar. Y hay un panel, que delimita el espacio entre el laboratorio y la realidad, que sube y baja constantemente de manera estratégica. En definitiva, pese a lo que parece querer ser, esta producción, tan confusa en tantos aspectos, no nos parece que arroje una interpretación en verdad profunda, trascendente y esclarecedora de la obra. Tampoco apreciamos que se derive de ella una relectura de Goethe. Peca, pese a todo, de superficial. La chabacana caricatura del ballet es un buen ejemplo. Y, desde luego, está totalmente ayuna del esencial romanticismo que baña la historia de principio a fin.

¿Y la música? Vayamos por partes. En lo que toca al foso, el germano Dan Ettinger hizo sonar con fortuna a la orquesta y mantuvo mano firme en todo momento. Su concepción nos pareció en exceso sinfónica, pétrea, musculada, con escasos momentos de abandono, de lirismo poético, aunque supo acompañar con decoro e hizo alguna que otra frase afortunada. Incluso en el mismo preludio, en el que el tema de la bella melodía de Valentin fue hermosamente cantado. Apuntes rudos, algún efecto violento, como el de tapar las voces en más de un instante –como en el trío final-, no desvirtuaron por completo una labor funcional y sólida. Muy cumplidora orquesta y coro espléndido; fundamentalmente en el famoso número de los soldados: recias voces, afinadas y empastadas, canto impactante.

Queda por hablar de las voces, situadas, podríamos decir, en un nada despreciable nivel de dignidad. Quizá esperábamos algo más de Piotr Beczala, cantante fino, de voz lírica bien coloreada, extensa, fácil, bien emitida e igual. Maneja hábilmente la media voz e incluso el falsete, sin llegar a las exquisiteces de otros colegas –léase Kraus-, pero va arriba como un tiro, con agudos adecuadamente atacados y provistos y fraseo bien construido, musical y certero. Es, en todo caso, cantante relativamente comunicativo, de medida expresividad, de rácana cordialidad. Delineó con gusto la cavatina Salut, Demeure chaste et pure y construyó un personaje más bien desvaído por mor de la dirección de escena.

Marina Rebeka es soprano lírica de débil espectro vocal en la zona grave, centro carnoso y agudo penetrante y firme, algo estridente en ocasiones. No sabe trinar, como puso de manifiesto en el aria de las joyas, que cantó con tino; como la Balada. Le falta sensualidad y dulzura. No sabemos por qué iba ataviada desde el principio con una lacia peluca azul y llevaba pintados los brazos del mismo color. A Luca Pisaroni, buen bajo-barítono, que hubo de disfrazarse continuamente –hasta de Cristo, como hemos dicho-, le falta cuerpo, oscuridad, metal, robustez e histrionismo para dar vida a Satán. No impresiona demasiado, aunque es artista musical y cumplidor. Como el buen barítono Stéphane Degout, de canto bellamente lírico, un Valentin interesante y algo nasal. Serena Malfi nos hizo ver de nuevo, en este caso en el papel del joven Siebel, que posee un hermoso timbre de mezzo lírica, cuajado de armónicos. Cantó sus couplets con propiedad, sólo con aislados sonidos destemplados. Sylivie Brunet-Grupposo fue Marthe, una de las tetonas de guardarropía. Lo hizo bien. Al igual que Isaac Galán, un Wagner en su sitio.

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