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La lógica del  bucle temporal

La lógica del bucle temporal

El estreno de ‘Los soldados (Die Soldaten)’, de Bernd Alois Zimmermann, considerada como una de las óperas más importantes del siglo XX, ha supuesto un verdadero acontecimiento en el Teatro Real de Madrid.

Arturo Reverter / Las Palmas de Gran Canaria

Jueves, 1 de enero 1970

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Un nuevo y esta vez, con toda seguridad, acontecimiento incontestable en el Teatro Real es el desembarco –parecía que no iba a llegar nunca– de Die Soldaten, ópera fundamental del siglo XX. Aplausos por tanto para la dirección artística de la entidad, que nos facilita de esta forma la posibilidad de adentrarnos en esta inabarcable composición y nos permite empezar a conocer sus secretos y sus originalidades, fruto de la inspiración y creatividad de un músico como Bernd Alois Zimmermann (1928-1970), un artista alucinado, depresivo, que acabó suicidándose.

Su estilo, sólo en parte deudor del serialismo, facilitaba la creación de una música dotada de un gran atractivo tímbrico, constituido por la meditada acumulación de capas, ensamblada con gran arte y exquisitez, en busca muchas veces de efectos sonoros de notable magnificencia y alimentados en todo momento por una penetrante vena poética y una emoción sin límites. Los soldados, estrenada en Colonia el 15 de febrero de 1965, es, en efecto, una de las más rompedoras y significativas óperas del siglo XX, que juega con la superposición de acciones paralelas envueltas en un lenguaje entre atonal y serial de gran efectividad y que recoge influencias musicales diversas.

Una de las mayores novedades que hacen que esta ópera sea prácticamente única es la aplicación de un concepto a priori tan escurridizo como el de la esfericidad del tiempo. Zimmermann consideraba que la unidireccionalidad cronológica era un mito ya que en realidad la noción de espacio-tiempo lo que dibuja es una línea curva, lo que impide que podamos afirmar con certeza el sentido en el que se desarrolla nuestro itinerario. Es decir, yendo más lejos: que el presente no existe, lo que es muy visible precisamente en la música al poder establecer la equivalencia de una sucesión melódica y de lo que podríamos considerar su congelación vertical en forma de acorde, según idea expresada y resumida estupendamente por el musicólogo belga Harry Halbreich, desaparecido hace unos meses.

Para servir esos fines Zimmermann ideó una estructura escénica y musical simétrica: cuatro actos divididos en 15 escenas pobladas de temas, de motivos, de citas, de formas antiguas y clásicas, con la base de un estratégico y eventual dodecafonismo organizado estratégicamente en torno a 13 series, con un despliegue orquestal gigantesco, contrapuntístico, con raros ramalazos líricos y episódicos apuntes jazzísticos; y una escritura vocal de enorme complejidad en la que caben todo tipo de efectos. Dispuso en la partitura una amplísima variedad de cantos y de emisiones: parlato, recitado, sprechgesang, murmullos, gritos, abarcando, según los casos, tesituras extremas, con continuos saltos di sbalzo. Un trazado esquinado, cuajado de saltos interválicos, de gritos y de llamaradas, de horrísonos y virulentos choques, de fulgurantes resplandores y oscuras y recónditas llamadas.

Desde un punto de vista musical todo funcionó hasta cierto punto bajo la rectoría despierta, atenta, puntual, precisa de Heras-Casado, que gobernó, con su gesto amplio y contundente, a una orquesta de alrededor de 120 instrumentistas, todos ellos vestidos de soldados, varios (clarinete, trompeta, guitarra eléctrica y contrabajo amplificado) en el escenario junto a una ampliada sección de percusión. Los timbres, los múltiples planos, el complicadísimo tejido se perdieron en ocasiones en la compleja maraña al situarse el conjunto a distintas y elevadas alturas. Algunos instrumentos, las arpas, por ejemplo, se encaramaban a lo alto al fondo del espacio escénico. Difícil era, en verdad, apreciar sus intervenciones, distinguir, aunque fuera mínimamente, la presencia de su timbre. La ubicación en el foso habría dado con seguridad más relieve a los entresijos, a las texturas y a los eventuales solos. Aun así, el resultado global fue formidable y los compases finales, sobre esa brutal nota re de la que habla en sus notas Sánchez Verdú, con ese horrísono climax en el que se superponen vídeos y grabaciones de distinto tipo, fue espectacular.

Como lo fue la labor del director asistente Vladimir Junyent, situado al borde del escenario frente a los cantantes, que actúan encima del foso y, por tanto, de espaldas a Heras. Todos ellos, dentro de un reparto de 22 elementos, se portaron y defendieron sus cometidos con enorme profesionalidad teniendo en cuenta las dificultades que presenta el pentagrama. Susanne Elmark fue una Marie entregada y buena actriz, esforzada soprano lírica capaz de saltar al sobreagudo con soltura y de esculpir con seguridad las simas y promontorios de una línea vocal cambiante, de amplísima interválica, a lo largo de una franja que va de si bemol 2 a fa 5. Una auténtica proeza cantar este papel, que además exige un movimiento continuo, permanente esfuerzo físico y cantar en todas las posturas. Cierto es que el timbre no es bello y que ocasionalmente gritó inmisericordemente. Pero en conjunto, considerando también que ha de actuar con frecuencia en paños muy menores, su labor en la piel de esta ingenua y contradictoria joven fue digna de todo aplauso.

A su lado, homogéneo y maleable, como siempre, Leigh Melrose, como Stolzius. Es un barítono lírico bien templado, de muy correcta emisión, maleable e intencionado, que mostró su capacidad camaleónica para abrazar aquí con toda propiedad una parte de hombre apocado e inocente, dubitativo, muy diferente a la del sibilino Robert Cecil, consejero áulico de la reina Isabel en Gloriana de Britten, de la que hablábamos hace unos días. Desportes fue Uwe Stickert, un tenor lírico-ligero de suaves maneras, de escasa entidad vocal, excesivamente amigo del falsete en notas altas. Claro que su tesitura no es nada fácil, con una extensión que va de si 1 a re 4, la misma que poseen otros personajes como Pirzel y el joven conde, respectivamente, Nicky Spence, más o menos cómodo en el sobreagudo, y Antonio Lozano. Áspero y opaco, aunque con empaque, Pavel Daniluk como Wesener, padre de Marie. Entonado, como reverendo, el barítono Germán Olvera. Buena actriz pero desafinada, de timbre poco agradable, la mezzo Noëmi Nadelmann en el papel de Condesa. Muy plausible la actuación de Iris Vermillion, mezzo también, como madre de Stolzius, y a reseñar en su breve intervención como abuela de Marie de la veterana y en tiempos gloriosa mezzo Hanna Schwarz.

La producción proviene de la Ópera de Zurich. En ella Calixto Bieito desarrolla las múltiples acciones, algunas de ellas superpuestas, en un mismo espacio escénico, delante de un enorme andamio metálico, provisto de plataformas que suben y bajan y que sirve de ubicación a la orquesta. La narración, ya de por sí compleja, pierde con ello algo de claridad, sobre todo para quien no conozca un poco la obra. Pero la imaginación del espectador está para algo.

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