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El músico grancanario Manuel González, que acaba de publicar el álbum 'Palosanto' con Olga Cerpa y Mestisay. MIRIAM CEJAS

«Cuando no interese nuestra seña de identidad sonora cerramos el telón»

entrevista a manuel gonzález ·

Olga Cerpa y Mestisay publican 'Palosanto', su disco que el día 18 de junio presentan en el parque de Santa Catalina en las Fiestas Fundacionales.

FRANCESC ZANETTI

Las Palmas de Gran Canaria

Lunes, 7 de junio 2021, 02:00

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-Hay trabajos que pareciera que por distintas razones tuvieran un efecto hidratante en el contexto de la discografía de los grupos. ¿Convendría que 'Palosanto' pudiera ser uno de ellos?

-Totalmente. Ha sido una cura musical dietética, por la desnudez de la producción -un guitarrista y la voz de Olga Cerpa para cada canción-. Veníamos de años donde producciones como 'Vereda Tropical' o el musical dedicado a Manrique nos hacían consumir mucha energía para atender a la dimensión de esos proyectos, que movían a mucha gente.

-¿Es quizás 'Palosanto' el disco más introspectivo de los editados hasta la fecha por Olga Cerpa y Mestisay?

-En el plano musical, sí, claramente. Es también una banda sonora de la soledad de estos meses, donde todo se sentía frágil y ausente de respuestas. Sin embargo, es un disco que, a mi modesto entender, rezuma humanidad, en eso que tiene de colaborativa y de cómplice por valores que nos alejan de nuestro componente animal. La música genera esos sentimientos; es la sombra sonora del espíritu.

-Las canciones del disco siguen ancladas a la geografía evocadora de lo popular de la que son residentes desde hace muchas décadas. ¿No le interesa el aroma de otros sonidos y propuestas más emparentadas con las estéticas musicales del presente?

-Pero es que nosotros reivindicamos como presente el valor de lo popular, de la raíz. Malo será el día que no sea así. Claro que nos interesa lo que hacen la gente más joven, sobre todo cuando es talentosa. No renunciamos a escuchar, luego a aprender. Pero tenemos cuidado de no caer en el patetismo de creernos que podemos hacer lo de los jóvenes; tenemos nuestro lenguaje, y esa es nuestra seña de identidad sonora. El día que no interese a nadie, cerramos el telón.

-Este es un disco que surge como concepto y proceso en el contexto de un inquietante mundo pandémico, de virus y mascarillas. ¿Quizás sin Covid-19 nunca hubiera sido posible?

-No de esta manera. Fue muy fácil llegar a quienes quisieron colaborar porque, como nosotros, estaban en sus casas dándole vueltas a la cabeza. La vida de un músico la domina una droga: el escenario. Lo que ocurre entre actuación y actuación es como tener mono de esa bendita droga. Así que, en ese estado de parálisis emocional, supongo que había una predisposición natural en todos los que participaron, desde los más conocidos a los más anónimos en cuanto a popularidad.

-¿Y cómo es posible trasladar al sistema límbico de cada uno de los 17 guitarristas de 12 países distintos la esencia, la sustancia o el trasfondo de una idea a través de la comunicación en red?

-Este disco, así lo hemos sentido al irlo construyendo, está de alguna manera bendecido. Influyó que estudiamos mucho lo que hacía cada uno a nivel musical y estaba colgado en las redes sociales. Es verdad lo que dicen de éstas: aunque no pongas cosas personales en tus redes, lo que cuelgas en ellas habla de ti y de tu personalidad. Eso allanó el camino en ambas direcciones. Supongo que ellos, al llegarles nuestra invitación a participar, también examinaron nuestra actividad.

-¿Le ha sorprendido especialmente alguna versión de las incluidas en el disco?

-Todas son un trabajo de orfebrería guitarrística muy hermosa. Escuchar a un guitarrista caboverdiano llevarse una trova tradicional cubana a su mundo sonoro o a un israelí hacer lo mismo con una morna es sorprendente. Y lo es porque cada uno de ellos ha interiorizado el ADN de esas canciones para introducirles un gen que las enriquece sin pervertirlas.

-La industria de la producción musical tal como la conocíamos hace relativamente poco tiempo parece haber definitivamente sucumbido a las nuevas formas de consumo en 'streaming'. ¿Qué dice sobre esta realidad?

-Es estupendo que la música y su consumo esté al alcance de todos. Cuando yo era un pibe me pasaba semanas para recibir un disco de música de otros mundos; hoy aprietas una tecla y sucede el milagro. Pero, claro, el capitalismo no tiene amigos; así que el derecho de autor y de reproducción, del que se podía vivir dignamente, aunque las multinacionales del sector fueran unos tiburones, es ahora una entelequia en manos de Youtube, Spotify y las compañías de telecomunicaciones que trasladan esas canciones a los oyentes. Ahí es donde los gobiernos deberían legislar, porque es un negocio multimillonario abusivo con los creadores que ha dejado a la clase media autoral con las míseras migajas del negocio.

-No parecen Olga Cerpa y Mestisay muy dispuestos a figurar en carteles de grandes eventos, al menos en Gran Canaria. Sus apariciones son contadas y selectivas, vinculadas la mayoría de las veces a proyectos independientes autoproducidos. ¿Se trata de soberbia artística o prefieren no comulgar con el poder?

-Estamos más cómodos haciendo nuestras producciones. Ya no tenemos edad para aguantar ciertas cosas y pagar ciertos peajes. Y nos llevamos con el poder según el poder se lleve con nosotros. Pero, cuidado, esto no quiere decir que pidamos una relación de privilegios. Hablamos de respeto. Para bien o para mal, lo que uno hace vale lo que la gente está dispuesta a pagar en taquilla por verte. Y los monopolios, también los que se dan en la gestión cultural pública, son malos para hacer crecer la emprendeduría y la creación artística.

-¿Cree que en Canarias el debate por la cultura está superado o es que a nadie le interesa ya hablar de ello?

-González Jerez escribía recientemente una verdad como un templo: el análisis de la gestión cultural pública en Canarias está sobre diagnosticado. Esto es, en el fondo, muy sencillo: cómo administrar la oferta y la demanda, cómo separar afición de profesión y cómo organizar la intervención de lo público -dueño de teatros, auditorios y plazas, o sea el casi exclusivo patrón en las contrataciones- en todo eso. Añadiendo las conocidas variables (la organización de movilidad en un espacio geográfico complejo, el acento en una identidad que debe huir de los iconos tradicionales como exclusivos de esta y un circuito bien engrasado, sin tanto capricho en muchos de sus gestores culturales). Y escuchar mucho lo que quiere la calle, aunque no nos gusten sus respuestas. Y si no nos gustan, pues que se invierta aún más en buena educación musical entre las clases populares.

-¿Qué música, que no sea popular o tradicional, escucha en su cuenta de Spotify?

-Cuando quiero resetear el cerebro pongo a Bach, el origen de todo. Y música sufí. Es como cuando creías en Dios e ibas a misa.

-Lo de la deconstrucción inspirada en la música popular parece que tiene futuro: El niño de Elche, Rosalía, Rodrigo Cuevas... ¿Tiene alguna opinión sobre el fenómeno?

-El otro día escuché a C. Tangana por indicación de uno de mis músicos jóvenes. Me pareció un fenómeno. Pero cuidado con los postureos ante cualquier moda; eso es música de usar y tirar.

-Kiko Veneno denunciaba hace poco que la música popular que nos concierne está en España contra las cuerdas, arrinconada, a punto de sumidero. ¿Está de acuerdo con esa visión?

-Bueno, si uno escucha las emisoras comerciales, la cosa, en general, es para vomitar. Pero es lo que hay, vivimos tiempos en donde la frivolidad es carta de naturaleza y la cultura un sustantivo al que hemos convertido en adjetivo. Un programa en la televisión, que se anuncia de música pero que en realidad es una máquina de picar carne humana e ilusiones, es un show para ver llorar a una abuela porque su nieta canta un tema de Rihana... Yo, como decía el son, «me voy pa´ Sibanicú».

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