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TERESA ARTILES
Domingo, 19 de septiembre 2021, 02:00
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Cuando los vientos alisios lo permiten, los barcos echan el ancla sobre el volcán Tagoro para sacar de todo: cabrillas más al fondo, bocinegros, pejeperros o medregales cerca de un cráter que dejó de crecer a 89 metros de la superficie. Lo que hace diez años emitió un «veneno que lo mató todo» se ha consolidado como una fuente de vida para el ecosistema marino y quienes viven de él, como describe el presidente de la cofradía de pescadores de la isla de El Hierro, Fernando Gutiérrez.
Porque la naturaleza ha devuelto con creces lo que arrasó y la ciencia ha podido monitorizar y verificar todo el proceso desde el momento preeruptivo hasta ahora, con casi un centenar de investigaciones publicadas en revistas de prestigio que constatan reactivaciones volcánicas posteriores o la evolución geológica, de las características físico-químicas del medio marino y biológicas en el entorno de un volcán que está funcionando como «una incubadora marina» por la capacidad de inyectar nutrientes y atrapar agua, explica Eugenio Fraile, investigador científico del Instituto Español de Oceanografía (IEO) y jefe de las 28 campañas que este centro ha realizado en Tagoro.
Estos estudios científicos que han ido encajando como piezas para formar el puzzle de qué ha pasado en estos diez años han aportado conocimiento sobre el funcionamiento del sistema volcánico de Canarias y mejorado los medios técnicos para su vigilancia, ahora con un análisis de datos de diferentes parámetros a tiempo real. También ha ayudado a entender cómo un volcán como este modifica el ecosistema marino, primero destruyéndolo y luego impulsando su regeneración. Actualmente, Tagoro está en una fase hidrotermal activa, emitiendo por pequeños orificios y chimeneas, o de forma difusa, calor, gases, CO2, nutrientes y hierro a una escala que los convierte en una receta perfecta para favorecer el desarrollo de la vida.
El 12 de octubre de 2011 una gran mancha en el mar constató el inicio dos días antes de la última erupción en Canarias a 1,8 kilómetros de la localidad costera de La Restinga, que fue desalojada varias veces durante la emergencia. Tagoro arrasó con violencia el Mar de las Calmas, una de las reservas marinas más importantes de Europa, y sobresaltó a la isla geológicamente más joven del archipiélago, plagada de conos volcánicos pero en la que no constaba ninguna erupción histórica. El nacimiento del volcán dio la vuelta al mundo y su huella en el mar fue visible desde el espacio. Una de esas imágenes, captada por el satélite EO-1 en febrero de 2012, fue foto del año de la NASA.
Pero la erupción no llegó por sorpresa. El volcán fue anunciado desde julio por una sismicidad y deformación del terreno crecientes causados por la intrusión del magma . Se detectó un enjambre de más de 15.000 terremotos que atravesaba la pequeña isla de norte a sur, la inmensa mayoría no sentidos por la población. Lo que no esperaban científicos y gestores de la emergencia es que la corteza terrestre se abriera bajo el mar, a 400 metros de profundidad, convirtiéndose en la primera erupción submarina registrada en los últimos 500 años de la historia vulcanológica de Canarias. Tan inesperada fue que el plan de emergencia volcánica del archipiélago (Pevolca), activad o desde que la red de vigilancia sísmica del Instituto Geográfico Nacional (IGN) detectó la maraña de temblores, solo contemplaba un volcán en tierra firme.
«Nunca nos planteamos una erupción bajo el mar, no se rechazaba porque el fondo canario está lleno de conos y en El Hierro se concentran en la dorsal norte a sur, que termina en tierra en La Restinga y se prolonga hacia el mar, pero no había constancia de ninguna», señala María José Blanco, jefa del Centro Geofísico de Canarias del IGN y responsable de la vigilancia volcánica en las islas, además de portavoz del comité científico del Pevolca, que, a raíz de la erupción, amplió su composición. Entró, por ejemplo, el IEO, que sí tenía la instrumentación para medir parámetros en el mar.
Tras Tagoro la isla vivió seis reactivaciones volcánicas entre junio de 2012 y marzo de 2014 con entradas de magma en su subsuelo aún más potentes, pero que no terminaron en un volcán. «Esto sirve para que se comprenda que no toda la inestabilidad termina en una erupción y que los sistemas tienen que estar preparados para afrontar estas situaciones; no es un fracaso de la predicción, sino que el sistema volcánico tiene una evolución que impide tener una certeza, hay que manejar incertidumbres, márgenes de probabilidad», añade Blanco.
El también conocido como volcán de La Restinga es monogenético -de una sola erupción- y, al contrario que la inmensa mayoría de conos submarinos del planeta, somero, y esa cercanía a la superficie ha aportado a la ciencia un laboratorio natural único.
Tagoro, que causó una deformación del terreno que elevó la isla hasta un máximo de 20 centímetros que se ha mantenido en el tiempo, tiene un diámetro en su base de un kilómetro y mide 370 metros de altura desde su base, como un rascacielos de 90 plantas, un cono muy alto que pudo levantarse porque surgió en el fondo de un valle y sus paredes lo ayudaron a crecer, aunque se ha constatado que sufrió derrumbes durante los cinco meses de erupción, del 10 de octubre de 2011 al 5 de marzo de 2012, momento a partir del cual empezó «el proceso de recolonización de la vida», en palabras de Fraile.
En esos 147 días el interior de la tierra emitió grandes cantidades de calor, gases y material magmático que cambiaron de forma radical las propiedades físico-químicas del medio marino próximo, causando un gran desastre ecológico y matando toda la flora y fauna de alrededor. Y los científicos han monitorizado todos esos parámetros desde el minuto cero.
«Al principio todo se salía de escala, supuso un cambio drástico de las condiciones del mar, con una acidificación natural extrema y corrosión, el oxígeno se agotó y este cambio en las propiedades del agua arrasó con todo», explica Magdalena Santana-Casiano, catedrática de Oceanografía Química que ha estado en la mayoría de las campañas científicas en Tagoro junto a su grupo de investigación Quima (Química Marina) de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria (ULPGC).
Ella era parte de la tripulación científica del barco Ramón Margalef del IEO que se apostó sobre la mancha con los equipos para medir esos parámetros físico-químicos, desde el pH al CO2 o el hierro. Y aporta un dato incluido en una de las investigaciones para ejemplificar esa acidificación extrema durante la erupción: «el pH del mar bajó tres unidades, de 8 a 5. Para que se entienda esa magnitud, hay que tener en cuenta que la variación en el océano desde la época industrial hasta final de siglo, si el ser humano sigue con sus emisiones, variará en 0.3 unidades». También se ha calculado el CO2 emitido por la erupción a la atmósfera. En la semana del 4 al 9 de noviembre de 2011, cuando se produjo el mayor pico, Tagoro fue el responsable del equivalente al 0,08% de las emisiones anuales producidas por las actividades humanas. La científica apunta que estos flujos naturales nada tienen que ver con los que causan el cambio climático, cuya procedencia es antropogénica. «Esos sí los podemos controlar», añade.
Santana-Casiano es experta, además, en el ciclo biogeoquímico del hierro, esencial para el desarrollo de organismos en uno de sus dos estados de oxidación, el hierro II. Lo midió con sus instrumentos en el momento de la erupción y se detectaron concentraciones cien mil veces por encima de lo normal. También el sulfídrico, el azufre reducido muy tóxico que generó un ambiente extremadamente corrosivo. Pero al finalizar la erupción los parámetros comenzaron a equilibrarse con rapidez. En abril de 2012 las anomalías se redujeron a 0,5 kilómetros alrededor del volcán, con emisiones muy pegadas al cráter. Y todo ese hierro y nutrientes que siguieron saliendo han fertilizado el medio marino.
Desde 2011 ha habido una treintena de campañas oceanográficas sobre el volcán, la mayoría comandadas por el IEO y en la que han participado investigadores de centros científicos nacionales e internacionales como, entre otros muchos, las dos universidades públicas canarias, el instituto Geomar alemán o la Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica (NOAA por sus siglas en inglés).
«La erupción de El Hierro es un hecho inédito para la ciencia», abunda Eugenio Fraile, investigador principal del proyecto Vulcana del IEO de vulcanología submarina en Canarias, iniciado con Tagoro. «Los datos de nuestras investigaciones han servido de referencia mundial para ver cómo evoluciona un sistema como este, los barcos, investigadores e instrumentos han estado en el volcán desde el minuto cero hasta hoy», añade el oceanógrafo físico.
La historia científica de Tagoro se sigue construyendo, y quedan muchos aspectos por estudiar desde el punto de vista físico o biológico. El volcán sigue emitiendo calor y ha aumentado en casi dos grados la temperatura en su entorno, un motivo que ha ayudado junto a los nutrientes «al aumento de la biomasa de zooplancton en la zona afectada por Tagoro frente a aguas de referencia cercanas, aunque también se ha constatado una disminución de la diversidad de especies sobre el volcán», señala Fraile. Ahora está anclado en el interior del cráter, a 127 metros de profundidad, un sistema de medición de las propiedades físico-químicas como temperatura, salinidad, pH o presión, que se recuperará en octubre en la campaña 29 del IEO en el volcán. Se volcarán los datos y se colocará otro anclaje que será recogido en seis meses.
«Hoy tenemos un Mar de las Calmas más rico y productivo, con el volcán emitiendo una cantidad ingente de nitritos, fosfatos, muchos silicatos y hierro bioasimilable que fertilizan el agua de forma natural», resume el científico. Y las imágenes lo evidencian. Magdalena Santana-Casiano lo comprobó en 2016. Ella fue la primera científica en ver de cerca Tagoro dentro del submarino Jago del Geomar. Estuvo ocho horas recogiendo muestras y disfrutó de la flora y de las pequeñas chimeneas por donde salían plumas ya casi imperceptibles. El sumergible no tripulado Liropus 2000, del IEO, también ha bajado cuatro veces. «A veces usamos el brazo robótico para apartar los peces y poder ver el fondo, Tagoro es un regalo de la naturaleza», concluye Fraile.
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