
La «isla más infortunada» de Canarias, en 1937
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Sebastián Jiménez Sánchez describe la miseria y la falta de lluvias que asolaban la isla, salvo el vergel de Vega de Río Palmas. La presa de las Peñitas aún estaba en construcciónSecciones
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Sebastián Jiménez Sánchez describe la miseria y la falta de lluvias que asolaban la isla, salvo el vergel de Vega de Río Palmas. La presa de las Peñitas aún estaba en construcciónFuerteventura pasaba en 1937 por una situación de «verdadera angustia, por no decir desgarradora y trágica». Sebastián Jiménez Sánchez (1904-1983), funcionario de la Junta de Obras Públicas de Las Palmas de Gran Canaria y delegado provincial de Excavaciones Arqueológicas, describe en 'Viaje histórico-anecdótico por las islas de Lanzarote y Fuerteventura' las miserias de la «isla más infortunada» de Canarias.
El libro, digitalizado por la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria (ULPGC), a través de su Biblioteca Universitaria, narra la expedición de una comisión de técnicos y autoridades a instancias del general Franco «en el II Año Triunfal» con el fin de comprobar la magnitud de las miserias de ambas islas y buscar soluciones. El recorrido empieza en el puerto de Gran Tarajal, que entonces lucía como un «caserío extraño y un poco alienado en la base de unas montañas. Sólo presenta una calle principal que enlaza con la carretera que conduce a Tuineje. La calle de esta barriada nueva tiene ansias de ser algo; aspira a ser la vía principal del pueblecito; y ello lo consigue porque sus habitantes son laboriosos».
Jiménez Sánchez se hace eco del ajetreo de carruajes y mercancías desembarcadas en un puerto en alza. «Gran Tarajal viene a ser como el centro distribuidor de mercancías para el centro y sur (...). Es pueblo en ciernes que sólo ofrece en sus campos inmediatos pequeños manchones de verdor, formados por tarajales, tajos de alfalfa, algunas plantaciones de tomates y palmeras no muy elevadas».
Cerca de allí, la comisión toma nota de la aspiración principal de «la ensenada y aldea» de Tarajalejo: la construcción de una carretera o camino vecinal que la una con Gran Tarajal y rompa así su aislamiento. En el «dilatado territorio» de Jandía «pastan buen número de cabezas de ganado y se encuentra en abundancia el camello».
La expedición sigue camino de Tuineje entre tierras «limpias de cultivos, salvo algunas tuneras, higueras y palmas que avergonzadas viven raquíticamente junto a cercas de piedra seca». Sebastián Jiménez califica de «estampa africana» sino fuera por los molinos de viento.
La ruina que es Fuerteventura entonces se evidencia sobre todo en «la serie de pozos con molinos americanos desmantelados y norias en ruina (...) debido a haberse secado las fuentes que daban vida a aquéllos o a la circunstancia de sus aguas, demasiados salobres, no sirvan para el cultivo». La comitiva avanza sin otros vehículos «¡son tan escasos en Fuerteventura! y sin que encontremos en el trayecto ser humano, ni aves, ni saltamonte, ni nada que acuse vitalidad. Todo es desolación».
Tuineje ofrece un paisaje de «extrema pobreza: casas pequeñas y sin albear y planicies de tierra cultivable, pero sin cultivo alguno». La misma extrema pobreza les da la bienvenida en Pájara, donde «no hay nada que ver» a excepción de la iglesia.
Camino de Betancuria, Jiménez Sánchez alude a la importación geológica de la isla. «Bordeamos el barranco de Fenduca, al pie de sendas montañas basálticas y graníticas muy notables; y los barrancos de los Granadillos, Río de Palma y de la Peña, con montañas de raras crestas de basalto (...) Con razón se ha señalado a Fuerteventura como la de mayor interés geológico del archipiélago».
Ya cerca de Betancuria, la comisión hace una parada obligada en la obra de la presa de las Peñitas, que concibe como una solución al campo majorero y su eterna sed de lluvias: «obra hidráulica que permitirá en su día fertilizar buena cantidad de fanegadas de terreno». La obra daba trabajo en julio de 1937 a entre 25 y 30 obreros que habían levantado medio metro de la muralla que estaba proyectada alcanzar los doce metros de altura y una capacidad de 150.000 metros cúbicos de agua. Casi un siglo después del paso de esta comisión, la prometedora presa se ha quedado llena, pero de tierra y tarajales, sepultando aquellas esperanzas de riego y abundancia.
El eco de miseria y ruina del informe destinado al general Franco se disipa al llegar a Vega de Río Palmas, «un verdadero oasis en el inmenso desierto que es Fuerteventura». Todavía añade más Jiménez Sánchez en su descripción: «esta fertilidad extraña débese en parte a la existencia de varios pequeños manantiales que brotan de basaltos y rocas graníticas del barranco de su nombre y a la calidad de las aguas de algunos pozos».
Esa esperanza de verdor da paso a Betancuria, «de viejo y pobre aspecto:sus casas vetustas y mugrientas están medio deshechas por la acción del tiempo y por la falta de reparación (...). Es un pueblo pobre, de vida lánguida y de miseria. Actualmente no tiene sino el lastre de un pasado heroico y de grandeza que se extinguió». La necesidad es tal que parte de su población emigró a buscar trabajo, entre ellos el propio alcalde.
La comisión no puede dejar de hacerse eco de la mayor ruina de la villa, el convento de San Buenaventura, del que sólo quedan «los paredones resquebrajados y mugrientos y el piso que cubre enterramientos».
El más importante pueblo de la isla es Antigua, «el único casi que en verdad merece tal título por sus plantíos y el aspecto urbano de sus casas, dentro claro está de su pobreza». Aquí encuentran los integrantes de la comisión comercios y las oficinas de la Recaudación de Hacienda.
De allí cogen camino para Puerto de Cabras para tomar nota de «sus anhelos» de Cabildo Insular y Ayuntamiento. «Es una pequeña población costera de una gran luminosidad. Su término municipal es actualmente uno de los mayores de la isla por haberse agregado los antiguos municipios de Casillas del Angel y Tetir». En esta localidad, palpa ansias de crecimiento al apuntar Jiménez Sánchez que «la traza de sus calles, muy anchas y rectas, empedradas la mayoría, dan a entender que los munícipes han querido vislumbrar el porvenir y el desarrollo de una ciudad futura«.
Casi está anocheciendo cuando arriban al «viejo y pobre» pueblo de La Oliva, «en pasadas épocas floreciente, y cuna de linajudas y aristocráticas familias«.
Los integrantes de la comisión se alojan en la misma Casa de los Coroneles, la «gran mansión señorial» donde se alojan cómodamente, aunque «sólo sentíamos a esas horas no poseer una radio para oír las noticias de Radio Nacional de Salamanca y poder conocer así las victorias de nuestro glorioso Ejército».
Cuando se despiertan al día siguiente, Sebastián Jiménez describe que «la alborada majorera es triste y melancólica, gris y oscura, como sus tierras ingratas, calcinadas, resequías y desoladas (....). La Oliva es un desdichado pueblo de casas desmanteladas y abandonadas por sus moradores que han preferido la emigración antes que sucumbir de hambre».
De allí parten para «la aldea de El Tostón», es decir El Cotillo actual, en medio de un paisaje de malpey, arena, paredes de piedra y siluetas de camellos. De la rada, destaca el roque «que sirve de atalaya y al propio tiempo es utilizado por los pescadores para cantar el manterío de sardinas«. La playa »parece como si estuviese cubierta de nieve« por su arena blanca, aunque en las inmediaciones del roque hay un castillo medio derruido sin interés arquitectónico alguno», en referencia a la torre defensiva del siglo XVIII de El Tostón.
La última jornada de la comisión de técnicos y políticos que debían hacer un informe sobre las necesidades y las soluciones de la isla termina en «el blanco caserío de pescadores de Corralejo», a donde llegaron en camello. «La población pesquera de este apartado pago, de gente sana y tez bermeja como las tierras de la isla, se eleva a unas 250 personas».
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