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Algunos momentos históricos han brindado el caldo de cultivo ideal para los suplantadores: la añoranza popular por algún personaje fallecido, sumada a intereses personales y políticos, ha dado lugar a llamativos auges de la impostura. Uno de ellos se produjo tras la muerte de Juana de Arco, ejecutada en la hoguera en 1431. En los años posteriores se dieron a conocer numerosas jóvenes que decían ser la heroína de Francia, salvada milagrosamente de las llamas. Una de las más conocidas fue Claudia des Armoises, que obtuvo el apoyo de los hermanos de Juana y fue reconocida por personas que habían tratado a la 'doncella de Orleans'. Cuentan que la muchacha dominaba algunos trucos de magia que redondeaban la idea de que contaba con respaldo sobrenatural. Claudia y los hermanos de Juana viajaron durante años de ciudad en ciudad, recolectando apoyos y valiosos regalos, pero su carrera se interrumpió cuando se entrevistó con el rey Carlos VII, a quien Juana de Arco había confiado en su momento un secreto que lo dejó convencido de su condición de enviada de Dios. Claudia, claro, no tenía ni idea.
El rey Sebastián I de Portugal murió con 24 años en 1578, en la batalla de Alcazarquivir, pero ahí ya damos por hecho algo con lo que muchos súbditos suyos no habrían estado de acuerdo: tras su fallecimiento surgió el sebastianismo, un movimiento entre la política y el misticismo que afirmaba que Sebastián seguía vivo y que algún día regresaría. Aquel deseo ferviente cristalizó en variopintas figuras que afirmaron ser Sebastián, entre las que figuraban personajes tan inesperados como un calabrés. Aquí nos centraremos en Gabriel de Espinosa, el 'pastelero de Madrigal' (por Madrigal de las Altas Torres, provincia de Ávila), un español que se daba un aire al difunto (al menos, era pelirrojo como él) y que se compinchó con un agustino portugués para hacerse pasar por el monarca 'desaparecido'. En cuestión de meses, ya se había prometido en matrimonio con doña María Ana de Austria, prima de Sebastián, sobrina de Felipe II y, a la sazón, monja. La aventura tuvo un desenlace amargo para el pastelero: lo ahorcaron, lo decapitaron, lo descuartizaron y expusieron sus despojos en las puertas de Madrigal.
Por algo se bautiza a unos años como Periodo Tumultuoso, y más en un país de tanto ajetreo como Rusia. El zarévich Dimitri, hijo de Iván el Terrible, falleció en 1591 en circunstancias extrañas, pero habría de 'resucitar' tres veces, de la mano de tres individuos conocidos como los Seudo-Demetrios, o como Dimitri I, Dimitri II y Dimitri III, todos ellos apodados 'el Falso' y al parecer procedentes del clero. El primero llegó a ser zar durante diez meses e incluso recibió la aprobación de su supuesta madre, la viuda de Iván, pero terminó asesinado y sus cenizas se dispararon con cañones en dirección a Polonia. Al segundo Seudo-Demetrio, que curiosamente 'heredó' la esposa del anterior, también le acabaron matando, para después cortarle la cabeza y los pies. Y del tercero se sabe menos, pero cuentan que abrasó a impuestos a los habitantes de la zona que dominaba y que... sí, murió ejecutado.
Tres Demetrios no son nada comparados con las decenas de suplantadores que salieron a la luz a partir de 1918, cuando los bolcheviques mataron a la familia imperial rusa. Los supuestos Romanov brotaron como setas y algunos se hicieron muy populares: fue el caso de Anna Anderson, que se proclamó la gran duquesa Anastasia y que, en realidad, ni siquiera se llamaba Anna, ya que se trataba de la obrera polaca Franziska Schanzkowska. En un fenómeno insólito, incluso creció la familia real, ya que una holandesa aseguró ser una sexta hija de los zares, entregada en adopción, de cuya existencia nadie sabía nada. Los orígenes 'oficiales' de esta mujer eran menos nobles, pero también pintorescos: su padre (¿o quizá padre adoptivo?) empleaba poderes psíquicos para diagnosticar enfermedades a partir de la orina.
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