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Camino hacia el sur, en ruta a Sanlúcar

Camino hacia el sur, en ruta a Sanlúcar

Un país en mascarilla ·

De ropa sucia, de insomnios y de rebeliones a bordo

Miércoles, 12 de agosto 2020

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Son las cinco de la mañana. Me despierto sin saber dónde estoy; no me sitúo hasta que miro a mi alrededor y reconozco la habitación, la maleta abierta, la ropa. Sí, ahí están tirados los vaqueros churretosos y la camiseta vieja. Huelen a rayos; al final no me dio tiempo a hacer la colada en Madrid. Porque ayer estuvimos en Madrid, ¿no? Qué lío llevo. Hay días que voy medio perdida, como la señora del navegador del coche, que no para de decir: «La ruta se está calculando». A ella también le cuesta ubicarse. Y no me extraña: empezamos este periplo en La Manga, cruzamos a Ibiza, regresamos a la península para recorrer toda la costa mediterránea, hicimos la cornisa cantábrica, pasamos por las Rías Baixas, paramos en Madrid y, ahora, vamos camino del sur. No sé cuántos viaductos, puentes y túneles habremos cruzado. Y servidora, que no es ni arquitecta ni ingeniera ni artesana ni carpintera y que ni siquiera entiende cómo se puede sostener un dolmen, acaba siempre fascinada al ver cómo se horadan montañas y se sortean ríos para que se pueda recorrer un país de cabo a rabo.

Porque eso es lo que estamos haciendo: dar vueltas por una España que huele a desinfectante y a gel hidroalcohólico, que está pasteurizada y esterilizada. Todo se limpia: las sillas y las mesas en los bares, las llaves, los bolígrafos y los documentos de identidad en las recepciones de los hoteles. Los mandos de la televisión están envueltos en papel film, como si fueran un bocadillo de mortadela, o metidos en una suerte de condón, que lo mismo sirve para evitar el contagio o para que Maxi Iglesias no te preñe con la mirada cuando vuelva 'Física o Química'. Y hay jabón, papel higiénico y secadores de manos en los aseos de las gasolineras, lo nunca visto. Este país está higienizado, igual que un coche recién salido del concesionario. Bueno, un coche que no sea el nuestro: entre las bolsas de la ropa sucia, las botellas de agua vacías y los envoltorios de caramelos, la señora del navegador está que trina. Hoy, al aparcar frente al hotel, ha dicho: «Han llegado a su destino, guarros». Y se ha quedado tan ancha. También es verdad que llevamos dos semanas juntos, y que la confianza da asco, y que ella está harta de nosotros, y nosotros de ella, que el otro día se lio y casi acabamos en Reikiavik. Como se me ponga farruca, me compro un mapa de carreteras y la desconecto. Y ya llegaremos a Sanlúcar. O no.

Son las cinco y diez. Pasado ese minuto de esperanza en el que creo que voy a volver a dormirme, enciendo el ordenador y subo el artículo de hoy. A las cinco y media, alguien lo ha retuiteado. Vaya, hay gente que aún duerme menos que yo; no sé si pertenecerán a la España que madruga o a la España que trasnocha. Serán de la primera, porque quedarse de farra ya no se puede, que ya no depende de lo que uno sea capaz de estirar la fiesta, sino de la comunidad autónoma, del municipio o de la localidad en la que estés: la restricción horaria, como la felicidad, va por barrios. Definitivamente, este es el verano con las noches más cortas y aburridas de la historia.

España huele a desinfectante y gel hidroalcólico (arriba), paso montañosos de la carretera (centro) y guia turística (abajo). Agencias
Imagen principal - España huele a desinfectante y gel hidroalcólico (arriba), paso montañosos de la carretera (centro) y guia turística (abajo).
Imagen secundaria 1 - España huele a desinfectante y gel hidroalcólico (arriba), paso montañosos de la carretera (centro) y guia turística (abajo).
Imagen secundaria 2 - España huele a desinfectante y gel hidroalcólico (arriba), paso montañosos de la carretera (centro) y guia turística (abajo).

Quito la alarma del despertador antes de que suene. Son las siete. Tenemos que ducharnos para ir a desayunar. Poca cosa, que los estómagos no dan para más, y la cinturilla del pantalón, tampoco: me vine con un tipín de sirenita del Mar Menor y ya estoy a dos tapas y tres cañas de convertirme en la bruja Úrsula. He perdido la cintura, las riendas de mi vida, la cabeza: con trece hoteles que llevo en el cuerpo, no tengo ni idea de la habitación en la que estoy. La culpa es de la otra pandemia, la del minimalismo: como ya no ponen el número en la tarjeta para no mancillar su blancura, se me olvida cuál es mi habitación. Así voy, intentando abrir puertas que no son la mía. Una cosa de señora cosmopolita, mundana, muy viajada. En fin.

Montados en el coche, sigo escribiendo en el asiento de atrás. A lo que hemos llegado: yo, columnista de mesa camilla que para ponerse a currar necesitaba más liturgia que la Misa del Gallo retransmitida desde el Vaticano, he aprendido a hacerlo en cualquier sitio. Le he dado a la tecla en terrazas desde las que veía la playa y en terrazas en las que me daba contra un muro, en recepciones de hoteles, en la casa de mis cuñados, en la de Juancho y Ramón, en habitaciones tan espléndidas que me creía el Aga Khan, en cuartos tan pequeños y oscuros que no sabía si estaba hospedada o secuestrada. Porque, cuando la hora de entregar aprieta, hay que escribir en cualquier lado, aún a riesgo de tragarte un bache que te saque el hombro del sitio.

«¿Cómo va la cosa?»

Nos acercamos a Sanlúcar. En cuanto nos bajemos del coche, la misántropa, la tímida de provincias, empezará a hablar con la gente: recepcionistas de hoteles, camareros, kiosqueros, tenderos, vendedores de souvenirs, desconocidos que se sientan en la mesa de al lado y guías turísticos. Las fuentes, que diría Kiko Hernández. Y siempre el mismo santo y seña: «¿Cómo va la cosa?». Pues la cosa va según se mire: unos se lamentan, se quejan de los pocos turistas que hay este año y se afligen preventivamente por lo mal que se presenta el invierno; otros, en cambio, creen que es mejor que haya poca gente, que esta es la única forma de evitar males mayores y que ojalá todo el mundo tuviera un poco de cabeciña, como nos dijo un camarero de Santiago de Compostela.

Definitivamente, este es el verano con las noches más cortas y aburridas de la historia

Ellos abren la boca para hablar, yo abro las orejas y los ojos para contar lo que me cuentan y para describir lo que veo, y lo anoto en el móvil, y me mando 'wasaps' a mí misma, y todo es un batiburrillo de palabras, de apuntes del natural, que aquí no hay sesudos estudios comparativos, ni entrevistas con concejales de turismo, ni hojas de cálculo con cifras de visitantes. Esto no es repostería fina, sino cocina casera en la que las cantidades se miden en pizcas, chispas y puñados, y el tiempo de preparación oscila entre «un ratito» y «cuando veas que está hecho». Así que es muy probable que muchos de ustedes hayan estado en algunos de los sitios que aparecen en este periplo y no tengan la misma percepción que yo. Pero cada uno tenemos nuestras propias impresiones: a mi amiga Carolina, por ejemplo, Georgie Dann le parece guapísimo. No hay más preguntas, señoría.

Mientras escribo, los 'wasaps' entran sin parar. Mis amigas en bikini. Mis amigas tomando el sol. Mis amigas empujándose una paella y una sangría. Ni pizca de compasión, las tías. Y, encima, se me ha caído el bronceado: empecé el periplo más negra que Kunta Kinte, y ahora parezco Michael Jackson en sus últimos días. Ya solo pido poder darme un baño en Sanlúcar. Pero, con la tirria que nos ha cogido la señora del navegador, es capaz de mandarnos a Orejilla del Sordete. Y allí no hay playa. Seguro. Me lo dijo doña Rogelia.

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