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«Como esa cueva, con esa cúpula, no había otra igual»

«Como esa cueva, con esa cúpula, no había otra igual»

Nacido el 8 de septiembre de 1946, Pedro del Pino Melián Rodríguez vive desde 1971 en un piso de La Paterna, en la capital, y va temporadas cortas a la casa-cueva que conserva en Barranco Hondo. Visitará la réplica exacta del pajero que tanto frecuentó en Risco Caído, que se confecciona en Madrid, cuando se instale en el centro de interpretación, en Artenara. «Esta vez no va a echar paja en el sulo», bromea su mujer, Clorinda Sosa.

Jueves, 1 de enero 1970

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Pedro del Pino Melián Rodríguez entró miles de veces en el santuario prehispánico del Paisaje Cultural de las Montañas Sagradas, que su familia poseyó durante varias generaciones y en la que guardaba la paja para los animales. La metía y la sacaba, llevándola y trayéndola con la mula para dársela a las vacas y las cabras.

Ocupado en tales quehaceres, este jubilado de la central lechera Sialsa supuso que los triángulos labrados «con un picado fino» en las paredes de la cueva, a distintas alturas, habían sido hechos en varias épocas y nunca los relacionó con la fertilidad ni con el pubis femenino.

La imaginación le hizo pensar que el extraño agujero de la cúpula servía para airear la paja (era un hecho que se conservaba mejor) y comprobó que la luz del sol que se colaba dentro por ese orificio llegaba hasta un suelo que, sin embargo, jamás observó despejado. Siempre estaba lleno de paja.

Vivía con su familia en otra cueva del poblado troglodita más cercano, Barranco Hondo. Plantaban papas, millo, cebada, avena, trigo, chícharos, lentejas y lo que terciara. Era una vida dura, aunque feliz, y el trabajo nunca se acababa.

En esa época daba hasta cuatro o cinco viajes al día al pajero, como hacían otros vecinos a las cuevas aledañas, donde guardaban animales, aperos de labranza, chatarras. Esa era su vida hasta que en 1971, con 27 años, se casó con Clorinda Sosa González, del Valle de Agaete, a la que iba a ver caminando por las cumbres. Tardaba dos horas en ir y dos en volver. Con ella se mudó al barrio de La Paterna, en la capital, para fundar su propia familia y allí siguen.

Aquel pajero de la infancia, la juventud y la primera madurez quedó grabado en su memoria aunque carezca de fotografías de entonces. Cuando más repleto estaba de paja, él se subía encima y, saltando, intentaba tocar la cúpula de la cueva, a cuatro metros de altura. Pero nunca voló tan alto. «Como esa cueva, con esa cúpula, no había otra» en el poblado, afirma.

Su padre, José Melián González, quien permaneció en Barranco Hondo hasta que no pudo valerse por sí mismo, tampoco vio nunca las cazoletas labradas en el suelo del pajero.

Pedro no volvió a la cueva número 6 de Risco Caido (sin tilde porque así lo conoció) hasta que en 2011 un arqueólogo y un historiador le trasladaron el interés del Cabildo por adquirir una cavidad que se caía y por la que nadie se había interesado y se acercó con ellos a verla. Eran Julio Cuenca y José De León.

40 años después de entrar en ella por última vez, la puerta «de tea gruesa» que recordaba aún resistía, alguien había quitado la maleza de zarzas y escobones que había crecido fuera y la cueva estaba «limpita».

Ahora que la propiedad que compartía con dos hermanos es Patrimonio Mundial siente «orgullo porque le ha dado vida y trabajo a Barranco Hondo y a Risco Caido. Es bueno para Gran Canaria y para toda Canarias», comenta.

Pedro ejemplifica la deriva de los poblados trogloditas de las cumbres grancanarios durante el último medio siglo, una deriva de despoblamiento y emigración hacia municipios con más calidad de vida y esperanzas de futuro para los hijos.

Regresa aún, en ocasiones, a la casa-cueva que conserva en Barranco Hondo y allí rememora surcos, caminos, cultivos y familias que, como la suya, se han marchado.

«Me regatearon». El hombre que le vendió la cueva número 6 de Risco Caído al Cabildo recuerda que «me regatearon hasta el final» y que en el último momento le ofrecieron 27.000 euros en lugar de los 30.000 acordados. Rechazó la rebaja y después de repartir con los otros dos herederos y pagar impuestos «me quedaron 7.000 euros y pico» del negocio. De haber sabido que iba a ser declarada Patrimonio Mundial por la Unesco y que era un santuario prehispánico «no es que hubiera pedido más dinero, es que no la vendo». Lo dice de broma porque «si no me la compra el Cabildo no lo hace nadie».

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