El niño no se quita de la cabeza el partido de fútbol a soplidos. «Tenemos que construirlo en casa. ¡Es buenísimo!», dice a cada rato. ... La niña está convencida de que la prueba más divertida fue la de las ardillas escaladoras, sobre todo cuando daban el primer salto y no conseguían llegar a la plataforma.
«¡Qué risa!», le cuenta a los abuelos en el patio de la casa. Los abuelos, interesados, preguntan el nombre de ese programa que acaban de descubrir. «El Grand Prix», responden los dos zagales a la vez. «¿El de Ramón García? ¿El mismo que veíamos nosotros?», preguntan los abuelos a los padres de sus nietos. Sí. El mismo.
El lunes por la noche nos acostamos de madrugada, sin prisa, y con ese gusto que bulle en la barriga después de haberse reído sin parar durante varias horas. Lo cierto es que en casa prácticamente no vemos ningún programa de la televisión clásica. La tele es sinónimo de plataformas de vídeo bajo demanda. De hecho, cuando pusimos el 'Grand Prix', los niños preguntaron si era Netflix, Disney o Prime. Creo que la idea de tener que esperar a una hora concreta para ver algo les sonó tan esperpéntica como divertida.
Ramón García sigue siendo ese tío lejano con el que te reencuentras en vacaciones. Su voz, su sonrisa cómplice, su cuidado absoluto por tener al público -a nosotros- lo más cerca posible y ese espíritu maravilloso de Robin Williams, de niño eterno. Ramontxu es una de las mejores caras de España, uno de esos rostros capaces de guiñar al abuelo, al padre y al nieto ignorando todas las leyes del tiempo y del espacio. Qué bonito reír juntos antes de dormir. Qué bonito reencontrarse frente al televisor con la familia que está y con la que ya se fue.
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