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Había una ciudad que quería ser Las Palmas de Gran Canaria y tener una playa como Las Canteras, pero con más hoteles y apartamentos en primera línea. Había unos empresarios que, o eran adivinos, o contaban con información privilegiada sobre la próxima salida del horno del Tribunal Supremo de una sentencia que facilitaba la urbanización del frente litoral de Las Teresitas. Había un alcalde dispuesto a dar todo tipo de facilidades porque era uno de los adalides de un partido que siempre, sobre todo en Tenerife, se había entendido a la perfección con los jefes patronales. Y había una entidad financiera -Cajacanarias- en cuyo consejo se sentaban esos políticos y esos empresarios que iban tan en paralelo que parecían machihembrados.
Los nombres son ya conocidos y están casi todos en la lista de condenados por el caso de Las Teresitas: los empresarios Ignacio González y Antonio Plasencia; el entonces alcalde de Santa Cruz de Tenerife, Miguel Zerolo, que aspiraba a saltar de esa plaza a la candidatura a la Presidencia del Gobierno de Canarias; el concejal de Urbanismo, Manuel Parejo, que pilotaba el intento de Santa Cruz de ser la única capital de Canarias; y una caja de ahorros que dirigían al alimón Rodolfo Núñez y Álvaro Arvelo. Para ser justos, sobre estos dos últimos conviene subrayar que no se sentaron en el banquillo, pero para ser exquisitamente justos hay que dejar constancia de que la sentencia los deja, como profesionales bancarios, a los pies de los caballos y, en la práctica, como parte del engranaje de la operación.
Pero vayamos a cómo empezó todo. Así lo cuenta la sentencia en los hechos probados: «El día 26 de junio de 1998 la sociedad Inversiones Las Teresitas SL (ILT) compró a la Junta de Compensación de Playa de Las Teresitas las 101 parcelas que integraban su parcelario por la cantidad de 5.500 millones de pesetas». ¿Quiénes integran ILT? Antonio Plasencia Santos, el hombre de referencia en el sector de la construcción en Tenerife, el mismo que ha sido condenado por las extracciones de áridos en Güímar y durante décadas un empresario que estaba en todos los grandes negocios de Tenerife pero que no se dejaba ver demasiado. A su lado, al 50% en esa sociedad, Ignacio González Martín, casi en las antípodas del anterior porque sí le gustaba la popularidad, hasta el punto de haberse dejado tentar por la política, presidir la Cámara de Comercio y ser el patriarca de una familia de hijos empresarios también con proyección mediática.
¿Y por qué ese repentino interés por Las Teresitas? Es una de las preguntas que no contesta la sentencia, y quizás no hurga en la respuesta a sabiendas de que los recursos llegarían al Supremo. Porque es en ese tribunal donde, tres días después de la compra, el 29 de junio de 1998, la Sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Supremo dictó sentencia revocando una del Tribunal Superior de Justicia de Canarias y declarando la validez de la revisión del Plan Parcial de 1998. ¿Fue clarividencia empresarial, fue el azar... o fue un soplo judicial? A ciencia cierta lo saben los empresarios condenados y, si fue una filtración interesada, quien la hizo desde instancias judiciales, pero sin esa sentencia del Supremo no habría existido jamás el caso Las Teresitas. Es para muchos el pecado original, ese que seguramente pasará a la historia envuelto en penumbra.
El relato de la sentencia pasa a la otra piedra angular para construir la operación: la financiación de la compra de los terrenos. En apariencia, Ignacio González y Antonio Plasencia tenían capital de sobra pero no se dispone de 5.000 millones de las antiguas pesetas de hoy para mañana. Aparece así en escena Cajacanarias, que les concede un préstamo hipotecario de 5.600 millones de pesetas, instrumentado en escritura pública de 26 de junio de 1998, con tres años de carencia para las amortizaciones durante los cuales la sociedad ILT únicamente tendría que abonar los intereses trimestralmente. «Y era a partir de la fecha de 26 de junio de 2002 cuando, de forma trimestral, tenía que hacer frente, además de a los intereses, a una amortización anual de 800 millones de pesetas».
«El préstamo indicado», agrega la sentencia en los hechos probados, «fue cuestionado por el Banco de España» pero todo siguió adelante. «De una parte se puso en duda la existencia de una valoración razonable del proyecto, toda vez que la valoración de las fincas realizada por Tasaciones Inmobiliarias SA (Tinsa), y tenida en cuenta para la concesión del crédito, constituía simplemente una estimación dado que no estaba fechada; no se había hecho ninguna comprobación urbanística por indicación expresa de la propia caja de ahorros; los valores que de ella se hacían constar se referían al supuesto de parcelas totalmente gestionadas y urbanizadas y a falta de solicitud de licencia para empezar a construir, situación que no se correspondía con la realidad; e incurría en error en los metros cuadrados que se consideraban edificables». Leído ahora, cabe preguntarse cómo fue posible pero la respuesta está en lo que era típico en Tenerife entonces: si había orden político-empresarial de que un proyecto saliese adelante, nadie osaba levantar la mano para cuestionarlo.
Por si lo anterior fuese poco, Cajacanarias concedió el préstamo a una empresa que era al 50% de Ignacio González, consejero de la propia entidad y que, como subraya la sentencia, «había votado a favor de la concesión del préstamo». Pero aún había más: «Ignacio González Martín participaba en ILT al 50% por medio de Felipe Armas Jerónimo, que actuaba como su testaferro».
La cuadratura en forma de círculo de ese préstamo llegó de la mano de Miguel Zerolo, que lo mismo se sentaba en la Alcaldía que también en el consejo de Cajacanarias. Así lo relata la sentencia: «Pese a tener pleno conocimiento de que el ámbito de Las Teresitas iba a ser adquirido por ILT y de que la operación iba a ser financiada por Cajacanarias, de la que era consejero, en lo que constituía la operación crediticia mayor de la historia de la caja, no asistió al consejo de administración que autorizó el préstamo, si bien sí estuvo presente en la sesión siguiente en la que se aprobó el acta de la anterior».
La rueda, por tanto, había comenzado a girar. Los engranajes estaban perfectamente engrasados: los empresarios tenían el dinero gracias a un préstamo tan fulgurante como ventajoso y que, con las exigencias hoy -pero también las de entonces, las de la debida cautela bancaria y las del sentido común- seguramente sería imposible de conceder; los terrenos eran suyos y el Supremo les abría las puertas de un gran negocio y Zerolo estaba en el Ayuntamiento que lo iba a hacer posible.
(Este lunes, en la edición impresa, segunda entrega: Amid Achi y el papel de Tinsa).
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