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La lucha contra los discursos racistas y xenófobos que han ido en auge con la crisis humanitaria de los dos últimos años ha sido una constante para las instituciones, colectivos sociales y medios de comunicación. Ese incremento ha sido ahora constatado por un reciente estudio del Observatorio de la Inmigración de Tenerife (Obiten), que señala como principales desencadenantes la reactivación de la Ruta Canaria, la incertidumbre generada debido a la pandemia y el uso que se hace de las redes sociales.
Entre sus principales conclusiones destaca que la población nacida en África es el colectivo más afectado, tanto en el ámbito social como institucional, frente a la de Asia o América. El lugar de origen («árabe»), la raza («negra/afro») y la religión («musulmán») explican en mayor medida las diferencias en las experiencias de discriminación, por encima de la clase social (baja).
Casi la mitad de los encuestados coincide en que el trato con los canarios es amable, mientras que un tercio se siente tratado con desconfianza. En este sentido, solo un 1% de los africanos afirmaron recibir un trato igualitario. Además, una tercera parte ha sido objeto de amenazas, insultos u hostigamientos en la calle y el transporte público.
Por otro lado, en el ámbito laboral son especialmente frecuentes las prácticas que desfavorecen a los extranjeros. Más de la mitad asegura haber sufrido discriminación relacionada con las condiciones laborales y el acceso al empleo, y la mayoría no siente que se valoren sus conocimientos ni competencias. Aquí, el sexo o la irregularidad administrativa se imponen como factores de especial vulnerabilidad. Entre las mujeres son numerosas las experiencias de explotación y abuso que, a menudo, incluyen acoso sexual.
Mientras, la falta de papeles pone a los extranjeros en una situación similar y se les dificulta el acceso a determinados derechos y servicios. Una situación que ha sido especialmente dramática para los africanos que llegaron en patera a lo largo del año 2020, apunta Obiten.
En materia de vivienda, a un tercio de los encuestados se les ha imposibilitado la compra o el alquiler. De nuevo, son los africanos el colectivo más propenso a sufrir este tipo de situaciones, así como en la concesión de créditos o el desempeño de tareas en la hostelería, mientras que los asiáticos y los americanos son los que menos. A esto se añaden dificultades para acceder a formación para el empleo u otros recursos para adultos, así como a ayudas públicas, a pesar de contar con derecho a ellas.
Atendiendo a la experiencia con los servicios públicos, casi el 40% de los encuestados considera haberse sentido discriminado en las oficinas públicas y, en concreto, las mujeres apuntan haber recibido un mal trato. En el ámbito institucional también existen diferencias entre nacionalidades, con un riesgo particularmente pronunciado en las prácticas religiosas, el contacto con la policía, el trato de las ONG, el acceso a servicios sanitarios y el de medidas de formación.
A pesar de que los expertos recalcan numerosos desafíos metodológicos que implica la complejidad del fenómeno -por la diversidad de su expresión, ambigüedad o contexto- inciden en la necesidad de medir y visibilizar estas experiencias. «Sin un diagnóstico previo y sin comprender los procesos sociales no se puede combatir la discriminación», constatan los expertos.
La realidad es que la proporción de personas que denuncian haber sido víctimas de un tratamiento desigual es baja. La falta de información, por no tener consciencia de los propios derechos, por considerar que no tiene ningún efecto o por miedo a las consecuencias -sobre todo de quienes están en situación irregular- son las razonas principales. De ahí que el asociacionismo migrante represente un importante mecanismo de protección y de resistencia, ya que aporta apoyo emocional, información y hasta ayuda material.
El estudio también apunta entre sus conclusiones a la necesidad de diseñar estrategias de intervención teniendo en cuenta a las personas discriminadas. Numerosas organizaciones y asociaciones reivindican la necesidad de un censo étnico-social siempre y cuando las categorías tengan ese consenso, así como políticas antidiscriminatorias que vayan más allá de lo actitudinal.
Las personas que han experimentado actitudes discriminatorias -tanto a nivel social como institucional- coinciden en sus graves consecuencias: «Exclusión, formación de guetos donde se sienten más a gusto y los terminan alejando de una vida integrada que les permita acceder a las mismas cosas que las personas del lugar donde viven», resume una de las personas entrevistadas en el estudio, un argentino de mediana edad.
Además, existen implicaciones tanto en su día a día como en otros aspectos de relevancia como las condiciones laborales. Una mujer de origen senegalés critica que existen ciertos tabúes que van desde quejarse por una comida hasta el sueldo. «No tenemos derecho a enfadarnos, todo lo que tenemos se ve como una concesión porque, en el fondo, se cree que no merecemos estar aquí», explica. «Nos quieren para el trabajo, pero no nos quieren ver en las playas. Valemos para vender toallas pero no para tumbarnos en una», añade.
La experiencia de otro de los entrevistados, también africano, va en esta línea. Relata cómo trabajando de albañil en una obra en Tenerife, su jefe dudaba de su capacidad como oficial, a su juicio, por no saber hablar correctamente y ser negro.
Sin embargo, no siempre es fácil identificar las prácticas que llevan a la desigualdad. Una mujer de Venezuela resalta que en Canarias, si bien existe «el racista de derechas», considera más dañino el perfil de aquellos que tienen actitudes racistas más difíciles de identificar. De ahí que se generen «tensiones brutales».
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