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A Jonás Trueba le gustan los contrastes. Si su anterior película, 'Quién lo impide', se rodó a lo largo de casi seis años y tuvo una duración suicida de 220 minutos que complicó su exhibición en salas, su nueva obra apenas rebasa la hora de metraje y se filmó en ocho días. Los materiales promocionales de 'Tenéis que venir a verla' ya son toda una declaración de intenciones. El póster, que parece rotulado a bolígrafo, no contiene ninguna imagen y subraya que solo se verá «en los mejores cines». En estos tiempos de series estiradas como chicles que nos tienen durante días pegados al televisor, Trueba remarca que la duración de esta película «con música, personajes, un viaje, comida, paseos, libros, ping-pong…» es de una hora. Y terminando con el cartel: las estrellitas y laureles que lo rematan no responden a premios ni a 'quotes' de críticos, sino a una mera coña. Dejan claro que «esto es un adorno».
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La modestia de los planteamientos de producción y la defensa de las salas de cine en unos tiempos en que agonizan son la carta de presentación de 'Tenéis que venir a verla', que no solo es un título ingenioso que despierta la sonrisa (también llamaba a la hilaridad 'La peor persona del mundo', quizá el mayor éxito del cine independiente en las salas españolas en la era pandémica). Dos parejas de amigos son sus protagonistas. El director nos los presenta en el Café Central de Madrid, meca del jazz en nuestro país, escuchando sobrecogidos a Chano Domínguez interpretando al piano un tema que disfrutamos de principio a fin. De espaldas entre el público, Fernando Trueba y Cristina Huete, los padres de Jonás, que acostumbra a meter en su cine todo lo que le gusta: música, libros, rincones de Madrid… Además de Domínguez, en la banda sonora suenan Bill Frisell, Grégoire Mairet, Bill Callahan…
Itsaso Arana y Vito Sanz responden a la invitación de Francesco Carril e Irene Escolar, quienes, quizá empujados por la pandemia, han dejado de vivir en el centro de Madrid y se han ido a una casa en Alpedrete, en la sierra de Guadarrama. Han cambiado el trajín de Malasaña o Lavapiés por un chalé adosado de estética setentera, de esos en los que antes veraneaban los madrileños pudientes y ahora viven quienes huyen de la ciudad en busca de tranquilidad. «Tenéis que venir a verla» (la casa) es la frase con la que les invitan a descubrir su nuevo modo de vida, aunque en el fondo ninguna de las dos parejas parezca muy feliz.
No sucede gran cosa. Recorren el chalé, comen cordero, juegan al ping pong y pasean. Y mientras, hablan y hablan: de la amistad, del arte, de naderías, de la vida. De entre todas sus conversaciones nos quedamos con que comentan un libro, porque en las películas de Jonás Trueba se habla de libros. 'Has de cambiar tu vida', del filósofo alemán Peter Sloterdijk. No es un ensayo fácil, pero dan ganas de comprarlo al salir del cine (está en la editorial Pre-Textos). Nos quedamos con una frase: «No puede negarse: el único hecho de importancia ética universal en el mundo actual es el reconocimiento, cada vez mayor y difusamente omnipresente, de que así no se puede continuar».
Jonás Trueba no pretende hacer un ensayo generacional, sino atrapar las inquietudes, los sentimientos y el estado de ánimo de la gente que tiene a su alrededor tras estos dos años de pandemia. Afirma el hijo de Fernando Trueba que los personajes parecen sonados, «como si les hubieran dado una hostia», y algo de eso hay en la actitud del personaje de Francesco Carril, cuya felicidad tras irse a vivir a las afueras parece casi forzada. Las quejas y el tono agrio y mordaz de Vito Sanz contrastan con la actitud calmada de Irene Escolar, aunque después la escuchemos hablar de un aborto. Itsaso Arana simboliza un poco la mirada del espectador, contemplando a sus amigos dejar atrás la juventud.
La voz en off que escuchamos de vez en cuando pertenece a la poetisa Olvido García Valdés, leyendo unas anotaciones que dieron a Jonás Trueba el sentido último de esta peliculita que sabe a poco y que anima a verla en la sala de un cine y comentarla entre cañas a la salida con nuestra gente. «A veces me acometen crisis de irrealidad», escribe García Valdés. «No de identidad, sino de irrealidad: no quién soy, sino si estoy. ¿Dónde vivimos? (El plural acoge a muchos, pero solos). No dónde se nos ve, se nos encuentra, sino dónde nos sentimos vivir».
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