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Otro 20 de noviembre, y van...

Otro 20 de noviembre, y van...

Jueves, 1 de enero 1970

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Durante más de treinta años, que Franco estuviera enterrado en el Valle de los Caídos no fue objeto de debate. Pero hay que resaltar que no es porque no se dijera, ya que hubo centenares de voces –entre ellas la de quien esto escribe- que señalaban una y otra vez la aberración histórica de que el dictador ocupase el corazón de una pirámide forzada en la montaña, cual faraón que se la había hecho construir en vida, aunque ahora algunos historiadores aseguran que el propio Franco no quería ser enterrado allí y que fue una decisión de última hora del núcleo duro del régimen, que quería así poner un mojón en el futuro. No sé si fue exactamente así, y habría que tener una gran visión política para prever que, cuarenta años después, esa tumba se convirtiera en un símbolo al que apelar para el resurgimiento de sus ideas. Siempre tenemos la imagen de que el fascismo es tosco y simple, pero yo no estaría tan seguro, y a los hechos me remito.

Esas voces que a menudo se extrañaban de una situación tan chirriante en una democracia brotaban en entrevistas puntuales, en artículos, en comentarios radiofónicos o en televisión, como en el mítico programa de debate La clave, que dirigía José Luis Balbín, en los años inmediatos a la muerte del dictador, en el que esta proclama sonó en voces muy autorizadas, tanto de invitados españoles como extranjeros, casi siempre en los aledaños al 20 de noviembre, fecha oficial del acta de defunción de Franco. Era como un silencioso copo de nieve, que caía, era visto por todos, pero luego se deshacía porque los fascistas permanecían agazapados, tal vez esperando tiempos mejores (para ellos). Ahora, que siga existiendo esa tumba parece un descubrimiento reciente, como si nadie se hubiera dado cuenta de lo impresentable y escandaloso que eso resulta en un estado democrático de la UE.

El Valle de los Caídos es un disparate histórico desde el principio. Construido con mano de obra esclava de los prisioneros vencidos en la guerra civil, se fue quedando a trasmano de la historia como un olvido circunstancial. Hay que recordar, que lo mismo que las costosas catedrales medievales se levantaron en tiempos de miseria, el Valle de los Caídos gastó recursos enormes en un país sumido en la postración de una posguerra terrible, con hambre, frío y miedo como pocas veces hubo en nuestra historia. No cabe en una cabeza democrática un despropósito semejante. No es posible visitar en Alemania un mausoleo honorífico a Hitler, en Chile otro a Pinochet o en Nicaragua a Somoza. No solo no existen, sino que sería delito siquiera promover fundaciones para preservar el legado de Mussolini en Italia, de Ceaucescu en Rumanía o del Gobierno de Vichy en Francia. Los crímenes del franquismo fueron tan horrendos, que es de una obviedad manifiesta su repulsa humana y democrática.

Siempre que se alude a esto hay alguien que saca como contrapeso los crímenes cometidos por el bando perdedor de la guerra. La guerra en sí misma es una atrocidad, y si es una guerra civil mucho más. Lo que no se entiende es que, después del 1 de abril de 1939, cuando ya terminó la contienda, se ejerció la persecución sistemática contra los perdedores, porque el franquismo no se conformó con vencerlos, quiso aniquilarlos, hasta el punto de que los muertos por la represión en la posguerra se miran con los de los frentes de batalla y los bombardeos, con el añadido de la cárcel, el exilio y la muerte social no solo para los perdedores, sino para todas sus familias. El franquismo fue de una crueldad aterradora. Para ello contó con cómplices de todos conocidos, y fue sembrando el odio y el miedo durante las siguientes cuatro décadas.

A las jóvenes generaciones que ahora acusan de acomodaticios a sus padres y abuelos, que en la Transición permitieron que no se hiciera justicia con la falsa coartada de la concordia, hay que decirles que ese terror mantenido tantos años se metió en el ADN de España y mucha gente comulgó con piedras de molino porque ya le parecía un gran respiro vivir sin miedo. Es fácil enjuiciar desde este tiempo aquellos años oscuros. Se hizo mal, y a aquellos que durante estos años dejaron oír su voz en algún foro, reclamando esa justicia y denunciado esa trampa que llamaron reconciliación los tachaban de guerracivilistas.

Y ahora surge esa necesidad de justicia que está emponzoñada en el olvido forzado. Como los traumas infantiles que se manifiestan en la edad adulta, la historia ajusta cuentas, porque la memoria es una maquinaria inexorable. Así que, como en otros 20 de noviembre, me sigue asqueando la existencia de una pirámide que simboliza el horror y la injusticia. No sé qué entramados legales se ha encontrado el gobierno de Pedro Sánchez, y desconozco si esas decisiones tienen que contar con otras esferas, o si ha habido torpeza y prisas tardías en la gestión. Lo que sí tengo claro desde antes de que Franco falleciera es que quien causara tanto sufrimiento no debe descansar en una tumba de honor como la actual, ni en cualquiera otra de privilegio. Eso es básico, siempre lo fue.

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