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Lo que se intuye

Lo que se intuye

Jueves, 1 de enero 1970

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Los domingos en Las Palmas de Gran Canaria se van apagando como la mecha de los candiles. De pronto todo es silencio. La quietud se viste con el tono naranja de las farolas y hay ocasiones en las que la única banda sonora de esta ciudad criada en los brazos de la estiba es el sonido, hondo y grave, de la bocina de algún barco que entra o se despide a la altura de donde en una época las olas rompían contra el espigón de Muelle Las Palmas o de la playa de Triana.

Desde mi casa no se ve el mar. Eso hiere mi carácter atlántico y cubierto de salitre. A pesar de que nos deben separar poco más de unos 600 metros, se interponen entre nosotros las suficientes toneladas de cemento para que simplemente pueda intuir lo que sucede en esas naves de acero que planean por el magma azul de la vida.

Hoy todos los días son un poco domingo. No hay trasiego ni contaminación acústica. Ese silencio tan característico del último día de la semana se impone sin rival, como el viejo lema de la Tropical, cada día al caer la noche. Y las puertas de nuestras casas son cancerberos más solventes que Daniel Carnevali.

Por eso, todo lo que pase fuera, como me sucede con la bocina de los barcos los domingos, se intuye. No se vive ni se palpa. Particularmente entro en trance cuando veo las palomas volar cada tarde, Risco arriba, quizás «al asalto musical del Polonia o el Marino», como cantaba Braulio. E intento intuir qué dirección llevan en la vida, al igual que Holden Caulfied se interroga sobre a dónde irán los patos cuando el lago se hiela en El guardián en el centeno.

Intuir y esperar. Esa es la clave que leo cada día en mi partitura para no perder contra la ansiedad del tiempo que se consume. Para esperar para dar el golpe vencedor, como hubiera hecho el legendario Manolo Kilovatio, que en paz descanse.

Intuir lo que nos espera cuando escampe. Sin pensar en fechas de caducidad. Como cuando era niño e intuía que la vida adulta tenía más trampas de las que pensábamos, mientras por el patio de casa de mis padres se intuía a través de los olores qué tendrían los vecinos en la mesa a la hora de ponerla.

Porque en este momento, en el que al contrario de lo que profetizaba Houllebecq el campo de batalla no se amplía sino se reduce, solo podemos vivir de intuiciones y sospechas. En estos días en los que cada uno riega su verdad por donde tenga una pequeña audiencia la verdadera certeza es que no sabemos realmente qué es lo que nos espera fuera.

Una de mis fotos favoritas de estos días la hizo Juan Carlos Alonso, fotógrafo de este periódico. Capturó como nunca más podrá hacerlo un túnel de Julio Luengo totalmente desierto. Una foto en la que se intuye perfectamente el estado de alarma de estos días. Casi más sugestiva y clarificadora que mil portadas llenas de ataúdes.

Porque todos intuimos desde nuestras casas que nos esperan días difíciles, uno mismo teme que se le arrebate la lírica para enterrarlo en un fango industrial. Pero por el momento es más apropiado optar por seguir mirando hacia el Risco y seguir el vuelo de las palomas y tratar de intuir hacia dónde van.

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