Hubo en este país una raza de políticos que tuvo el privilegio de formar parte de los libros de Historia a la vez que esta se escribía, con acontecimientos tremendos, casi a cada minuto. Lorenzo Olarte Cullen (Puenteareas, 8 de diciembre de 1932) y su inseparable María Lecuona, pertenece a esa estirpe que transitó de la vida en blanco y negro al color, como Jerónimo Saavedra, José Segura, Antonio González Viéitez, Manuel Hermoso, Victoriano Ríos, Luis Mardones, Bravo de Laguna, Adán Martín, José Carlos Mauricio y algunos más.
Quienes trabajaron con él en áreas de máxima responsabilidad reconocen que era un gran jurista, que tenía todo el código penal, el civil, la Constitución, el Estatuto de Autonomía en la cabeza, se las sabía casi todas, unido a un tremendo olfato para detectar todo tipo de oportunidades.
Deja un curriculum inmenso, como todo gran personaje, lleno de luces y algunas sombras.
Su osadía aportó titulares de impacto, enfrentarse a Solbes y Borrell a cuenta del REF «se van a enterar de lo que vale un peine», ser el firmante de la Ley de Reorganización Universitaria que da vía libre a la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, o la equiparación salarial de los profesores a los funcionarios, o la prohibición de las corridas de toros, o promocionar Canarias en los Juegos Olímpicos de Atlanta, o inventarse el tren más largo de España decorado con los paisajes de Canarias, recorriendo prácticamente toda la Península y proyectos que se enquistaron como el de Eduardo Chillida en Tindaya.
Durante su etapa en la política nacional, siempre tuvo presente a las islas, especialmente a Gran Canaria . «De Tenerife, me llevé lo mejor, a María», siempre presumía. En abril de 1978 convenció al presidente Adolfo Suárez, junto a Gutiérrez Mellado y Martín Villa entre otros, a visitar todas las islas en una gira de seis días que aún hoy es recordada.
La última jugada de la que fui testigo fue una carta bomba. Estamos a finales de 1998. En la eterna batalla de Coalición Canaria por buscar la alternancia de liderazgo entre Tenerife y Gran Canaria, tras los seis años de Manuel Hermoso, los barones solo contemplaban tres opciones: reelegir a Hermoso, alternar a Gran Canaria con Olarte, pero a ambos le inquietaba la alargada sombra de su eterno rival, José Carlos Mauricio, del que se dijo incluso que había cerrado un acuerdo con Hermoso para una Presidencia time-sharing, dos años cada uno.
Pero Olarte se olió la tostada, entendió que se iba a quedar fuera de la partida y, en uno de sus míticos requiebros, apostó públicamente por rejuvenecer de verdad el liderazgo de los nacionalistas, proponiendo como su sucesor y candidato de CC a un joven doctor llamado Román Rodríguez. Así, Gran Canaria tuvo su presidente… y no sería Mauricio.
Hacía años que Lorenzo Olarte ya formaba parte de mi paisaje periodístico, le tomaba declaraciones aquí y allá, pero no fue hasta el verano de 1996 que comencé a conocerlo, a él y a María, muy de cerca, casi en su última etapa política. Entonces escribí un pequeño texto donde exponía que las azafatas en el pabellón de Canarias en Atlanta no conocían las islas y ni siquiera sabían dónde estaban en el mapa. Si no puedes con el enemigo únete a él, debió pensar, y eso hizo, me llevó a su gabinete. Me vino bien ese baño de realidad para entender los complejos mecanismos de la administración, tan distinta de la vida en la calle, y contemplar atónito el arte de la política de la mano de uno de los mayores dinosaurios que he conocido en toda mi vida.
Como jefe, muchos compañeros pueden certificarlo, Olarte era extenuante, apretaba hasta el límite en la madrugada, fines de semana, festivos, nunca tenía suficiente, te pillaba siempre en un renuncio por mucho que tuvieras el tema preparado, ya fuera el precio del petróleo ese día o las claves del titular del último artículo de Magaly, Teresa o de Mapi. Estaba de vuelta mil veces antes que yo, se adelantaba días, semanas y meses a cualquier crisis, y sus broncas se hicieron legendarias; hacían temblar un avión entero en pleno vuelo, los cimientos de Presidencia del Gobierno o todo Fitur, rodeados de cientos de personas.
Pero, como compensación, a su lado eras intocable. Nadie te podía poner la mano encima, perder el respeto o hacerte la mínima. Pertenecer a su equipo era suscribir un contrato de lealtad máxima por su parte, un auténtico pacto de caballeros, te defendía con uñas y dientes, como la leona a su camada, ante quien fuera. Exigía para los suyos el mismo tratamiento que para él. Fue siempre muy cercano, atento, pendiente de cualquier necesidad que tuvieras o de tus familiares, por mínima que fuera.
No ha tenido el final que merece su trayectoria y su legado.
Pagaría por escuchar las cuitas entre él y Jerónimo Saavedra, ahora que se vuelven a encontrar, una vez más.
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