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La penúltima ha sido Laura. Murió en manos de un animal. Pero la suya es la historia que se repite cada día, y casi siempre con cara de mujer. La violencia es patrimonio universal de una sociedad decadente que recurre a ella para descargar sus frustraciones. Un adolescente asesina a sus padres. Otra chica recibe una paliza de su novio. Un anónimo atemoriza a sus vecinos con un cuchillo, otro inmigrante agredido en plena calle... Esto es solo una pequeña muestra de cualquier portada de 2018.

La violencia social se está apoderando de la vida cotidiana. Desde los hechos de inseguridad enumerados anteriormente, pasando por la agresividad en el deporte, por el acoso escolar y hasta en acciones rutinarias de la vida diaria. La violencia se ganó un lugar en nuestra forma de interactuar con los demás. Una manera normalizada de arreglar los problemas. Estos tristes episodios son contados casi con normalidad y, aunque todos los aberramos, no hacemos nada para evitarlos.

Vivimos en una comunidad bajo sospecha, en la que se envidia lo que no se tiene y no se valora lo propio. Esta decepción convertida en dogma termina generando una actitud negativa ante la vida y entonces aparece la violencia como desahogo. La búsqueda de una excusa para proyectar nuestros errores o nuestros anhelos incumplidos.

El bullying es un mal que azota desde hace décadas, pero es una violencia a la que se le ha puesto nombre anteayer y aún no hay fórmula exacta para erradicarla. Pero actualmente el caso más preocupante es la violencia de género o machista desde la adolescencia. Y la mujer siempre es la triste protagonista. El problema es que el episodio de la joven que recibe una paliza por su novio siempre se ha normalizado. Se ha disimulado, cada vez menos, por vergüenza o tradición. Es más, el germen se gesta desde la cuna, se permite en el ámbito familiar y se traslada a los centros escolares con chicos y chicas que amenazan a compañeros, profesores y padres, cómplices muchas veces del monstruo por inacción o consentimiento.

Todos los sucesos enumerados al principio son tan aberrantes como cotidianos. ¿La solución dónde está? ¿En la educación? En las escuelas se identifican los primeros casos de violencia, pero es en el núcleo familiar donde se aplauden o condenan ciertas actitudes según los valores que se transmiten. La educación es una herramienta fundamental para combatir la violencia, y no solo hablo de la educación que se imparte en las aulas. Unas aulas a las que ya no volverá la profesora Laura.

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