El mundo y David Lynch
El cine de este genio fallecido el pasado jueves es una fórmula idónea no solo para disfrutar del séptimo arte sino para intentar asumir lo inasumible
Vivimos en un mundo cada vez más desconcertante. Difícil de entender, por no decir que asumir desde la racionalidad lo que nos rodea es casi ... imposible. Entender que las diferencias entre países (o quienes los dirigen) se intenten resolver mediante un conflicto bélico, que la política sea un lodazal en el que se revuelcan mediocres y caraduras, que el racismo, la xenofobia, la intolerancia y la violencia machista estén desbocadas o que un Ayuntamiento como el de la capital grancanaria considere prioritario el alumbrado navideño y el carnaval mientras las calles están repletas de basura y con focos de ratas por todos los lados son algunos ejemplos de los múltiples sinsentidos con los que estamos obligados a convivir.
Ante este panorama, una buena receta es recurrir al cine de uno de los grandes genios de este arte en declive, que falleció el pasado jueves. Se trata del norteamericano David Lynch.
Sus largometrajes se desarrollan, por lo general, en un mundo muy particular. Incluso, podríamos definirlo como paralelo al real. Lo pueblan personajes inclasificables, sorprendentes, oscuros... dentro de unas historias casi siempre crípticas y por momentos, incomprensibles.
Entiendo que resulte paradójico proponer su cine para intentar entender el mundo, cuando muchas de sus películas requieren dejarse llevar por sus sugerencias, poderío visual y el magnetismo de sus personajes. Pero es que precisamente en esa forma de encarar la existencia está la única vía para sobrevivir a lo que nos rodea. El mundo onírico y artístico es el único asidero que tenemos para subsistir en medio del fango.
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