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Ni hace doce, ni ocho, ni tampoco cuatro años la importante marea de votos de izquierda y pseudocentro que inundó las urnas de este país surgió de la nada. Aquellos votantes no habían estado todos los años anteriores en silencio ni escondidos. Simplemente, plasmaron su hartazgo y su rabia con un voto de castigo hacia las dos fuerzas políticas que hasta aquel momento dominaban el país: el PP y el PSOE.
La fórmula para expresarla fue mediante el voto a Ciudadanos y Podemos, las dos fuerzas que se presentaron con el eslogan de acabar con «la vieja política» y poner patas arriba el 'statu quo' que había logrado que rebosara el vaso del más paciente. Ciudadanos con el tiempo se disolvió como un azucarillo en un café hirviendo y a Unidas Podemos le queda el canto de un duro (finales de julio, seguramente).
El pasado 28M, ese caldo de cultivo de hartazgo y rabia encontró una nueva vía para florecer: Vox. No me entiendan mal, que en estos tiempos hay que explicarlo todo. No estoy diciendo que Cs, Podemos y Vox sean lo mismo. No he enloquecido. Simplemente alerto de que la ciudadanía ha vuelto a expresar que no aguanta más, que está hasta el gorro de las corruptelas, de la indiferencia y el desprecio con el que se gestiona desde lo público, de que no se atiendan las necesidades más básicas, de que la basura nos coma en las calles, de que la sanidad pública sea un caos, de que la maldita burocracia paralice los proyectos que mejorarían nuestras vidas.
¿Vox es la solución? Ni muchísimo menos. Pero parece que muchos –no lo entiendo, pero lo respeto– lo ven como la manera de decir que ya está bien. ¿Se arrepentirán? Seguro. Ya mencioné los dos precedentes.
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