Resiliencia
Los seres humanos estamos tocados por las palabras. Sin el lenguaje y la cultura, en su sentido amplio, la diferencia con nuestros primos los simios serían menos que insignificantes. Vivimos de palabras porque pensamos con ellas, y «resiliencia» es una de las que hoy llevamos tatuada como antaño el cristianismo marcó a fuego la resignación. Pero a diferencia de esta, ser resiliente no significa soportar con entereza lo que suceda, sino ser capaz de afrontarlo e, incluso, hacer lo posible por cambiarlo.
La humanidad fue resiliente cuando nuestros primeros congéneres salieron de África y alcanzaron todos los confines del mundo. Y hoy lo está siendo cuando protesta por el genocidio de Gaza, cuando exige un trato digno para las personas que llegan en cayucos, o cuando simplemente se echa a la calle a ayudar al vecino porque una ola ha entrado en su casa como ha pasado en San Cristóbal.
Si en lugar de mirar al conjunto se mira a cada individuo todo cambia. La resiliencia no es una capacidad común, sino individual. Así, en general, se podría decir que en Canarias somos más de resignarnos que de ser resilientes. Más de aguantar a ver si pasa que de actuar. Y así ha sido durante décadas con todo. Se han tolerado los bajos sueldos, las altísimas tasas de pobreza, el abandono de las personas dependientes, la degradación de los servicios públicos, la no atención a la educación, la falta de promociones de viviendas públicas, el colapso de la sanidad, las altas tasas de violencia de género, el deterioro de los espacios naturales,… El problema, ahora, es que todos eso lo está sufriendo a la vez buena parte de la ciudadanía. Esa que no tiene donde vivir, que ni trabajando llega a fin de mes, que no puede tener un proyecto de vida digna porque haga lo que haga no sale de pobre. De eso va la manifestación del día 20 de abril. De que algunos ya no quieren resignación, sino resiliencia. Y ojalá que esta permanezca en el tiempo y no caiga en el olvido rendida al enésimo canto de sirena.