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El pasado jueves, el Gobierno que preside Pedro Sánchez y que está conformado por el Partido Socialista y Unidas Podemos sacó adelante, con una variopinta suma de apoyos y una mayoría por un solo voto -gracias a un supuesto error de un parlamentario del Partido Popular-, la reforma laboral. El decreto-ley era la traslación del acuerdo alcanzado previamente por el Ejecutivo, la patronal y las centrales sindicales mayoritarias (Comisiones Obreras y Unión General de Trabajadores), un consenso de gran valor económico y social, pero imprescindible también para que España siga contando con la bendición de la Comisión Europea a la hora del reparto de fondos para la lucha contra la crisis derivada de la pandemia.
Lo vivido en el Congreso y lo que ha venido después entraría en el terreno del esperpento si no fuera porque estamos hablando de la representación de la soberanía nacional. Por un lado, tenemos a partidos que votaron en contra de lo que defienden solo por poner en un aprieto al Gobierno; dos diputados que no asumen el mandato de su formación política; un parlamentario que, por lo que se va conociendo, se equivoca con demasiada frecuencia cuando se trata de aplicar el voto telemático; una presidenta del Congreso que primero anuncia un resultado y después se corrige a sí misma, resolviendo la reclamación del error sin convocar a la Mesa; y, para completar este cuadro nada ejemplar, la evidencia de que un lugar de un solo Gobierno, hay dos que actúan por separado, con preferencias opuestas en cuanto a las alianzas e incapaces de asumir que la cultura de la coalición obliga, sobre todo, a que los integrantes de la misma se pongan de acuerdo para después sumar otros apoyos.
Los recursos judiciales ya anunciados aclararán este embrollo y habrá que esperar a esa resolución antes de adelantar conclusiones. Pero mientras llegan esos pronunciamientos, es evidente que el Gobierno es en gran medida responsable de este desaguisado. Visto el resultado, queda claro que, cuando se sentó con patronal y sindicatos, no fue informando a sus socios parlamentarios, como tampoco a otros partidos. Y cuando ya tenía el visto bueno de los agentes económicos y sociales, el PSOE negoció por su lado, decantándose por Ciudadanos, y Unidas Podemos hizo otro tanto, centrándose en los partidos de izquierdas pero ahuyentando a nacionalistas de tanto peso en el Congreso como ERC y el Partido Nacionalista Vasco. Esas estrategias no caminaron en paralelo, sino que buscaban imponerse sobre la otra.
La emoción con que vivieron Pedro Sánchez y Yolanda Díaz el resultado de la votación es la propia de quienes, tras jugar a que descarrilase el contrario, se vieron por unos segundos al borde del precipicio político de la derrota conjunta y respiraron aliviados cuando Meritxell Batet pasó del «decreto ha sido derogado» al «decreto ha sido convalidado».
Ahora, con esa incertidumbre judicial sobre la validez de lo aprobado y con la certeza de que hay dos gobiernos en un solo Consejo de Ministros, empresarios y sindicatos se encuentran con una reforma laboral rodeada de inseguridades. No es lo que precisa en un país con una recuperación endeble, con continuas correcciones en las estimaciones de crecimiento y con la duda sobre si habrá nuevas oleadas de contagios de covid-19.
Ganar la votación por una mayoría pírrica, basada en un error o una alteración intencionada del voto, no es lo que precisan empresarios y trabajadores. Y no es lo que fortalece la confianza de los ciudadanos en la política.
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