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Montañas que siempre fueron sagradas

Montañas que siempre fueron sagradas

Jueves, 1 de enero 1970

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Como todos los grancanarios, los canarios y todas las personas del mundo que sentimos respeto por la cultura y el conocimiento, estoy muy contento porque la UNESCO haya declarado a Risco Caído y las Montañas Sagradas Patrimonio de la Humanidad, ya que esa cultura que pervivió tantos siglos aislada y de la cual algunos flecos nos han llegado a nuestro días es de cualquier ser que habite este planeta. Es muy importante que esto haya sucedido para entender una línea de la evolución de las civilizaciones, no porque tenga su ubicación en Gran Canaria, porque si estuviera en la otra punta del mundo también sería igual de importante. Como se ha dicho en estos días, es una alegría pero a la vez una gran responsabilidad, y ojalá este logro se administre sin dar la espalda a quienes habitan la zona, que en buena medida son los responsables en positivo de que todo ese enorme y valioso patrimonio no se haya destruido.

Pero es legítimo que nos sintamos orgullosos de que esa joya del pasado esté aquí, entre esas montañas que durante siglos han sido menospreciadas por las élites de la costa, que siempre miraron por encima del hombro a los campesinos que habitaban esos lugares. Finalmente, ha venido a resultar que ese campesinado al que trataban con desdén ha sido el custodio de semejante tesoro etnográfico y quién sabe si científico. A los lugareños los llamaban maúros, seguramente sin saber que esa palabra tiene un recorrido que entronca con la propia historia y prehistoria de nuestra tierra, asunto que sería muy prolijo explicar aquí y que es equivalente a otros términos parecidos (proceden de la misma fuente solar) en toda la zona norteafricana de cultura líbico-bereber, hoy nombrada como Amazig.

Así que, bueno es que estemos contentos, pero que sepamos que esta pervivencia ha sido posible gracias a muchas personas anónimas y humilladas, y a pesar de otras que, en su prepotencia, se creyeron dueñas exclusivas de lo que creían sabiduría y a la postre era ignorancia revestida de oropel. De eso saben mucho esas montañas ahora enaltecidas, y lo saben también en otros campos como la conservación de nuestros bosques endémicos, pues hay una cultura secular que no debe borrarse de un plumazo por muchos votos que hayan conseguido los políticos de turno y por muchos títulos académicos que acrediten los técnicos. Lo que digo es que esto debe ser una tarea conjunta, porque cada actor es necesario y tiene su legitimidad, pero no debe despreciarse ninguna.

Quienes nacimos entre los barrancos de la alta Gran Canaria siempre hemos considerado que sus montañas son intocables, porque así era transmitido en cada uno de los actos que protagonizaba aquella gente que no se si genética o mágicamente parecía tener conocimiento de que el macizo central de la isla era mucho más que restos de antiguos volcanes, que guardaban un pedazo de nuestra alma. Estoy convencido de que Unamuno percibió que, en las entrañas de ese espléndido y atormentado paisaje, latía una memoria oculta. Y recuerdo lo que podría ser definido como soberbia intelectual de la gente rural, cuando alguien llegaba de fuera y exteriorizaba su desprecio aunque solo fuera con su actitud. Los hombres y las mujeres de entonces, que poseían una especie de ciencia infusa con la que se comunicaban con los ancestros, ni siquiera contestaban, se limitaban a mirarse entre sí con una expresión que podría traducirse por un “¿qué sabrán estos?” Tampoco ellos sabía cosa alguna que pudieran convertir en palabras, ni siquiera una nebulosa narración legendaria, pero sentían que eran depositarios de algo que les sobrepasaba. Se interpretaba como socarronería del campesinado; no era tal, sino un sentimiento de respeto hacia lo que otros solo creían montañas, y a menudo de indignación cuando veían que eso que ellos respiraban era tratado como algo sin valor, o se pretendía degradarlo en aras del progreso (otra de las razones para oponerse a teleféricos, funiculares y otras machangadas).

En los veranos, que se alargaban hasta bien entrado octubre, los muchachos acompañábamos a aquellos sabios (algunos iletrados) cuando iban a buscar ganado a las cumbres del barranco de Arguineguín, donde miles de cabras y ovejas tenían su aprisco desde las altura de Puerto Rico y Tauro hasta Cortadores y Pajonales. Al regreso con los animales que compraban pasábamos la noche en mitad de las cumbres, con faroles encendidos para ahuyentar a los gatos monteses que todavía tenían por allí su territorio de caza; luego avistábamos el Oriente insular y bajábamos con la manada hasta la feria de San Mateo, que era el mercado del ganado de la isla. La ruta por los Pasos de la Plata no perdía de vista los roques Nublo y Bentayga, hasta los Llanos de la Pez, con bajada por Cueva Grande o el Barranco de la Mina. Otras veces buscábamos ganado o solo íbamos a comprar queso para todo el invierno a la vertiente que mira a Tenerife, por el Montañón Negro, Los Pinos de Gáldar y Artenara: Coruña, Lugarejo, Barranco Hondo, el Hornillo y lo que hoy llamamos Risco Caído, que entonces era Risco Caído (sin acento y por lo tanto bisílaba porque no se rompía el diptongo). Muchas de las cuevas milenarias eran utilizadas, y a nadie se le ocurrió cambiar su morfología o modificar los dibujos tallados en sus paredes, como los triángulos invertidos que sugieren culto a la fertilidad que hay en la gran bóveda solar que hoy conoce el mundo entero. Ese patrimonio ignorado pero presentido estuvo siempre en buenas manos, que en este momento de reconocimiento merecen el mismo respeto que los pobladores de hace dos mil años, pues tuvieron el instinto de conservar algo que no sabían qué era, pero que tenía un gran valor.

Y termino con las felicitaciones y los parabienes. En primer lugar, sin duda hay que agradecer a Julio Cuenca su clarividencia, que es también fruto de un trabajo de investigación pertinaz y valiosísimo; su nombre irá siempre unido a este yacimiento magnífico. También al Cabildo, a los responsables políticos que han sabido estar a la altura y a los técnicos que han conseguido armar el relato que ha sido tan celebrado por la UNESCO, a todas las personas e instituciones que han arrimado el hombro y que han conseguido un hito histórico para Gran Canaria, porque este no es expediente más, su singularidad nos conmueve y nos engrandece. Debe servir de referente, porque estamos mostrando al mundo un trozo de una cultura mucho más grande, que fue la base de una civilización del vecino continente africano que en parte permanece y en parte fue eliminada por otras oleadas posteriores venidas de Arabia y Siria. Aunque política y administrativamente pensemos como Europa, debemos sentirnos orgullosos de que en nuestra cultura haya un espacio africano que responde claramente a nuestra geografía. Que quede claro: esas montañas son sagradas, no porque así se haya proclamado en Bakú; ya lo eran desde que hay memoria y más allá; así nos lo trasmitieron nuestros antepasados. Ah, y creo que hay que quitar la tilde, siempre fue Risco Caído.

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